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La voz de Juana Alicia Ruíz no tiembla. No porque no haya dolor, sino porque lleva más de medio siglo habitándolo.

Cada palabra que pronuncia nace desde el fondo de una historia que muchos preferirían olvidar, pero que ella y su comunidad decidieron contar, para sanar, para resistir, para que nadie más tenga que vivirlo.

Juana nació entre Mampuján y Palenque, en un caserío que ella llama Cativa. Desde pequeña supo del miedo, del exilio, de los silencios forzados. Huyó con su madre a Venezuela cuando la guerrilla empezó a rondar los montes, y allí, lejos de su tierra, también conoció el abuso y la tristeza. “A los seis años me abusaron sexualmente. Entré en depresión. Mi mamá me trajo de vuelta a los nueve, pero la guerra ya se había instalado por completo en casa”.

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Antes del caos, el paisaje tenía color. Allí creció, aprendió a sembrar la tierra, a oír los cuentos de su madre sobre la Guerra de los Mil Días y el conflicto bipartidista, aunque en ese entonces no entendía qué significaban esas palabras.

“Yo no tenía ni idea de lo que era guerra, yo solamente sé que era un lugar muy delicioso. Pero luego empezaron a aparecer las guerrillas. Y ahí sí, a mi mamá le tocó salir huyendo porque ya en los montes donde se sentía en tranquilidad empezaron a aparecer hombres armados”.

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Lo que parecía una historia individual, la de una mujer desplazada por la violencia, marcada por el trauma y la resiliencia, se volvió colectiva en la tarde del 11 de marzo del año 2000. Ese día, para nadie ajeno en el corregimiento de Mampuján, Bolívar se convirtió en sinónimo de dolor. Un escuadrón de 60 paramilitares irrumpió en el pueblo, reunió a más de 300 familias en la plaza apenas a dos horas de Cartagena, y las obligó a abandonar sus casas con amenazas, gritos y armas en alto.

Cuando regresó de Venezuela ya no era la niña de antes. Ni el pueblo era el mismo. “Cuando vuelvo a los 9 años ya está la guerrilla muy fuerte. Fueron tiempos de mucho miedo. No recuerdo la guerrilla metiéndose con la gente. Solo recuerdo la guerrilla intentando agarrarnos a nosotros, seducirnos para que fuéramos a la guerra, con la excusa de que el gobierno estaba maltratando a los campesinos, y yo no sé qué...”.

Templo de sanación

Pero esa misma comunidad que fue arrancada de su tierra eligió bordar su historia en lugar de silenciarla. A través del Museo de Arte y Memoria de Mampuján. “Lo que están viendo aquí es el alma de Mampuján. Estas salas cuentan quiénes éramos, qué nos hicieron, pero también cómo resistimos sin violencia”.

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Este museo alberga piezas que alcanzan hasta 1,60 metros de largo y ha dado origen a más de 15 tapices. De ellos, 11 reflejan el sentir palenquero que define a la comunidad. Por eso, muchas de las obras incluyen símbolos característicos de la herencia africana, fusionados con costumbres propias que Mampuján ha adoptado a lo largo del tiempo, en consonancia con su historia y vivencias.

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En una Colombia fragmentada por décadas de guerra, el perdón no suele ser una palabra bien recibida, pero en este pueblo un grupo de mujeres decidió reescribir esa narrativa. Lo hicieron con aguja e hilo. Y lo hicieron, sobre todo, con convicción.

 “Nosotros fuimos los primeritos que comenzamos a hablar del tema de reparación en Colombia. El beneficio del perdón no es para el victimario, sino para la víctima. Y para poder avanzar, es necesario desligarte del odio y del resentimiento”.

El perdón, en este caso, no borra el pasado, sino que lo convierte en memoria activa. No hay impunidad en sus palabras, sino un compromiso con la justicia restaurativa. Su labor fue reconocida en 2015 con el Premio Nacional de Paz, un hito que las colocó en el mapa nacional como ejemplo de resiliencia transformadora.

Tejer para perdonar

Un grupo de mujeres decidió bordar su dolor, pero no solo el del conflicto armado, también ese que lleva siglos en silencio, cosido en la piel de las comunidades afrodescendientes de Colombia.

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“Nosotras comenzamos preguntándonos por nuestras heridas, sí, las de la guerra, pero después fuimos más allá: ¿de dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Por qué siempre nos dicen que somos descendientes de esclavos?”, relata Juana.

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La obra que señala es parte de ‘La Diáspora’, una colección de tapices monumentales donde estas mujeres narran con hilos, colores y símbolos, el tránsito brutal de sus ancestros desde el continente africano hasta las haciendas esclavistas de América.

“Mis ancestros no eran esclavos; pudieron haber sido reyes, sabios, artesanos, príncipes. Ser arrancados de su tierra fue un genocidio, no un favor”.

‘La Diáspora’ ha viajado más que muchas de las tejedoras que la crearon. Ha estado en el Museo Nacional de Colombia, en la sala Nación y Memorias, y ha recorrido Sudáfrica, Irlanda del Norte, Estados Unidos, Nicaragua, México, Cuba, El Salvador, Perú, Honduras, Inglaterra y gran parte de Europa.

Ellas no planearon fundar un colectivo de arte, ni convertirse en símbolo de memoria y reconciliación. “No fue una idea nuestra. Nosotras solo sabíamos que teníamos unas afectaciones muy fuertes y queríamos sanarlas. Buscábamos desesperadamente un psicólogo”.

La esperanza llegó en forma de una mujer blanca, norteamericana. Se llamaba Teresa Heyser. Había estado en El Salvador, trabajando con comunidades en posguerra. Era voluntaria menonita, enviada por el Comité Central Menonita.

“Teresa trajo un conjunto de estrategias para procesar el trauma: teorías sobre el duelo, la violencia, el perdón y la resiliencia; pero las mujeres comenzaron a desertar. Se estaban yendo, no porque no sirviera, sino porque era demasiado teórico. Demasiado mental, para un cuerpo roto”.

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Entonces, alguien dijo algo que lo cambió todo: “Tal vez, si hicieran algo con las manos, tal vez si se vieran reflejadas en eso que tú haces”. Teresa respondió: “yo tengo un arte. Soy experta en quilting”.

El quilting (un arte ancestral de coser retazos de tela sobre tela, formando figuras geométricas) se convirtió en la semilla. Pero pronto, las mujeres propusieron ir más allá, que no fueran solo formas abstractas, sino vidas cosidas en tela. Imágenes que contaran sus historias, sus duelos, sus pérdidas y su resistencia.

Así nació el primer gran tapiz: ‘Mampuján, ese de marzo, día de llanto’, una obra que hoy reposa en la Sala 7 del Museo Nacional de Colombia, en la muestra Naciones y Memorias.

El silencio no ha ganado

Doris Carillo Atencio tenía apenas 10 años cuando empezó a entender que su historia era compartida. Que lo que había vivido su abuela, lo que le tocó sufrir a su mamá y a muchas familias de Mampuján, era una herida de todos, y también una llama que no debía apagarse.

Hoy, con 21 años, Doris camina segura por el Museo de Arte y Memoria de Mampuján, ese espacio que nació del dolor pero se sostiene en la esperanza. Allí, guía a los visitantes por los pasillos de una historia que aún duele, pero que también inspira.

“Desde los 10 años creamos un grupo que se llamaba ‘Niños y Niñas Construyendo Sueños y Sabores de Paz’. Era una iniciativa que buscaba unir el pasado con el presente, recuperar la historia del desplazamiento forzado que sufrió Mampuján en el año 2000 y empezar a liderar a partir de esto”.

La joven es nieta de víctimas. Su abuela tenía una tienda y una cantina en el antiguo Mampuján, y su vida giraba en torno a la tierra, al cultivo, al fogón. Pero cuando la violencia llegó, se lo arrebataron todo. Ella tuvo que huir a Cartagena, lo mismo que la madre de Doris. “Les tocó empezar desde cero. El retorno fue duro porque no eran las mejores viviendas, pero el alma del pueblo estaba intacta”.