Por Patricia Coronado*
Usuario Wasapea.
Nos pasó hace cinco o seis años. Esa noche, como todas, nos sentamos mis papás y yo a ver televisión en la sala. Nos acostamos casi a las once de la noche. A las dos de la madrugada, lo escuché. Mi papá estaba gritando, lo vi en el pasillo, arrinconado, como un pelaito chiquito. Jamás había visto a mi papá así, tan asustado. No hablaba, tenía la lengua empelotada y miraba adentro del cuarto de suyo. Se tapaba los ojos y temblaba. Señalaba insistentemente hacia la esquina de la habitación, justo al lado donde solía dormir. Intentaba decir algo, pero no le entendíamos.
Al verlo en ese estado, las únicas palabras que le sallieron a mi mamá fueron: 'mijo, ¿qué viste?, tranquilízate por favor'. No pasó mucho tiempo así. En mi familia hay una vieja costumbre: los sustos se pasan con un vaso de agua de azúcar. Efectivamente, eso fue lo que mi mamá le preparó. Cuando ya estaba calmado, mi papá no dijo ni 'mu'.
Al día siguiente, no recordaba absolutamente nada. Mi mamá me cuenta, que él siempre ha tenido 'ojo para esas cosas'.
Un día, cuando mis hermanos y yo, estábamos pequeños, él llegó madrugado del trabajo. Cuando mi mamá le estaba preparando la cena en la mesa, le dijo que escuchaba unos murmuros, pero ella no oía nada. Él abrió la puerta del patio y allí los escuchaba más alto. Se alcanzó a asomar por la pared que colindaba con el patio de la otra casa y vio a tres mujeres sentadas y vestidas de negro, rezándole a unas fotografías que estaban tiradas en el piso. Cuenta mi mamá, que lo que él hizo fue persignarse y cerrar la puerta de patio.