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Fue grato haber participado, en representación de este diario y de Mundo Costeño, en el taller de trabajo inaugural de la Escuela de Periodismo de la Costa Atlántica, un proyecto de Gabriel García Márquez. Sentarse en la misma mesa con el gran maestro del periodismo y la literatura universal es algo que no tiene comparación. En medio del fragor de los temas que discutimos, siempre surgió la anécdota, el cuento preciso, el apunte sensato de ese 'man chévere' al que en la Costa Atlántica preferimos llamar ‘Gabo’. Pero lo más trascendente de todo es el aporte que García Márquez pretende dejarles a las nuevas generaciones del periodismo, una profesión afectada hoy día por severas deficiencias de todo tipo. Una de ellas es la falta de investigación. El periodismo, en Colombia y en el mundo, no explora lo suficiente. O, mejor dicho, no explora. En eso se basó mi aporte, y para sustentarlo presenté en la mesa de trabajo la siguiente observación personal sobre un caso reciente:

Hace una semana vi morir a un hombre. Lo vi morir en la televisión y en la primera página de un diario de alta circulación. Era un haitiano joven y esbelto, que tenía puesto un gorro africano rojo escarlata, un pantalón negro y una camisa blanca, ancha, suelta y sin cuello. Se trataba, sin duda, de una indumentaria mística.

Estaba acorralado contra la pared de un kiosko. Una turba enardecida le lanzaba golpes y, por lo que alcanzaba a escucharse, le gritaba insultos. Hasta que uno de los agresores sacó un revólver y liquidó el asunto.

El asesino, un gorila zurdo, gordo y mucho más bajito que su víctima, disparó cuatro veces desde unos tres metros. El joven se limitó a recibir los balazos sin un reclamo y a deslizarse por la pared muy lentamente, hasta quedar sentado, inmóvil, con los ojos cerrados, pero con el mismo gesto inocente que mantuvo desde el comienzo del video. El asesino se marchó tranquilo con el resto de los agresores, identificados solamente como 'seguidores del régimen del general Raoul Cedras'. Tanto en televisión, como en las fotos que aparecieron en los periódicos, pude constatar perplejo que este pobre hombre, asesinado salvajemente en una calle de Puerto Príncipe el 26 de septiembre pasado, no derramó una gota de sangre.

Sobre las imágenes que vi en un noticiero nacional pasó, a toda velocidad, la voz de un periodista que efectuaba el balance del día en Haití. Hizo una breve alusión al asesinato del joven, identificándolo solamente como 'un partidiario del presidente Jean-Bertrand Aristide'. Cuando apareció el dramático close up final del cadáver en el suelo, ya el narrador había pasado por el muerto hacía rato y estaba haciendo un campante relato sobre los esfuerzos de paz de Jimmy Carter y el inminente regreso de Aristide.

En ninguna parte, ni en la noticia del periodista de televisión que el lunes pasó volando sobre las imágenes del asesinato, ni en el pie de foto del martes en el periódico, ni en informe periodístico alguno de radio, prensa o televisión que se haya presentado hasta hoy, ha dado siquiera el nombre del hombre que murió asesinado ante casi todos los hogares del mundo. Mucho menos nos enteramos televidentes, radioescuchas y lectores qué fue lo que hizo este hombre para que lo liquidaran en ese juicio relámpago y encarnizado, o por qué dio su vida por Aristide, o, en el sentido más trivial de las cosas, desde cuándo empezó a llevar su espléndido gorro africano rojo. Su muerte terminó convertida, por partes iguales, en una imagen sensacional y en una anécdota de baja factura. Encandilados por las luces del gran conflicto internacional, enredados sin juicio ni lucidez en la jarana de Haití, los periodistas jamás le dieron la oportunidad al hombre de hablarle al mundo sobre su causa de mártir, así su pronunciamiento hubiera sido desde el más allá. Jamás nadie supo por qué extraña razón, natural o sobrenatural, este hombre no sangró. Se me ocurrió entonces que si al periodismo de hoy, con sus flamantes cámaras, satélites y computadores, le hubiera tocado cubrir hace dos mil años la muerte de Jesucristo en la cruz, seguramente le hubiera pasado el pequeño detalle de que el hombre más grande de la humanidad, cuando le clavaron la lanza, no derramó sangre sino agua.