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Los gritos y la algarabía que provenían de la calle llamaron la atención de José Guerrero, que descansaba tranquilo dentro de su pequeña casa de madera. Para esa época que recuerda José, no había energía eléctrica, por lo que se mecía con ritmo lento en su mecedora intentando refrescarse bajo el estático ventilador. Tampoco había agua, lo cual explicaba el escándalo de afuera.

También recuerda que al otro lado del portón de madera, que permanecía abierto para que las abundantes corrientes de viento refrescaran la vivienda, una multitud se revoloteaba en torno a un camión viejo, pidiendo a gritos que los hombres a bordo les facilitaran lo que ofrecían: agua. Como si se tratase de oro o de alguna mercancía exótica, el líquido era comercializado entre los sujetos del enorme vehículo y los residentes de esa zona de Barranquilla. Eran los primeros años del barrio Buenos Aires.

José Guerrero, pintor industrial, había llegado a la Buenos Aires de Barranquilla hace unos años, cuando por necesidad -y en búsqueda de un rancho propio- se unió a otro grupo de invasores que habían colonizado esa tierra, al igual que otros que llegaron a Carrizal y otros barrios cercanos. La capital del Atlántico, en ese entonces un centro urbano rodeado de grandes extensiones de tierra virgen, vio como sus nuevos pobladores se asentaban en lo que anteriormente habían sido haciendas y cultivos de todo tipo de productos agrícolas.