Las campanas de la iglesia anunciaban cada vez que había una eucaristía y en la escuela Francisco de Paula Santander, de Yarumal (Antioquia), un alumno de siete años le decía a su profesor que se tenía que ir porque lo necesitaban en el templo, que el sacerdote lo estaba llamando. Cada tilín tilín hacía que el corazón del niño se emocionara, pues encontraba en su actividad como monaguillo una fascinación.
Creció faltando a clases cada vez que escuchaba el ruido que produce el golpe de la úvula con el armazón de metal, pero fue alimentando poco a poco una vocación que, como afirma sentado en su despacho de la Arquidiócesis de Barranquilla, se dio por 'osmosis'. 'Esa primaria la hice mal porque siempre salía corriendo para la iglesia, ya los profesores no me ponían problemas para ir'.
La vida de Víctor Tamayo Betancourt transcurrió entre sacerdotes y religiosas, como les suele ocurrir a las personas en Antioquia, el pulmón católico del país, donde hay en promedio más de 830 párrocos y casi 3.000 monjas. 'En mi casa siempre había un padre almorzando o cenando, si venían de otro lado se quedaban en mi hogar, que era como un hotel para los curas de la zona'.