En la isla británica de Santa Elena, en pleno Atlántico Sur, el tiempo parece haber quedado suspendido, con sus cabinas telefónicas de monedas y la ausencia de cajeros automáticos.
'No creo que pudiera adaptarme al mundo exterior', confía Ivy Robinson, propietaria de la pensión Wellington House, una casa del siglo XVII con la fachada azul.
Su Bed & Breakfast, situado en la capital Jamestown, no tiene página web. Y del resto de establecimientos hoteleros de la isla, solo uno la tiene.
Robinson tampoco tiene celular, únicamente teléfono fijo. La red móvil llegó hace solo dos años a esta isla de 4.500 habitantes, perdida entre Angola y Brasil. Pero los conversos siguen siendo pocos.
'En Santa Elena, mientras que el resto del mundo está pegado a su iPad, miramos pasar los barcos por el horizonte', resume Jeremy Harris, director de la oenegé National Trust.
Los pocos barcos que siguen amarrando en sus costas marcan el ritmo de la isla, pues abastecen a los habitantes de prácticamente todo lo que necesitan: muebles, medicamentos, ropa y vehículos.
'Cuando se oye la sirena del 'RMS St Helena' [el barco que cubre la ruta con Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, una vez al mes aproximadamente], una piensa: 'Oh, Dios mío, estoy en medio del océano Atlántico, a miles de kilómetros de todo', señala la gobernadora, Lisa Phillips.
Una sensación de aislamiento que todavía se acentúa más por la falta de informaciones sobre la isla, donde los representantes no tienen derecho a comunicar lo acontecido en los debates del gobierno local.
Pero los tiempos cambian y la gobernación decidió en agosto suavizar un poco esta medida. También ayuda el aeropuerto, abierto por fin tras unas largas obras, que permite un enlace semanal con Sudáfrica.