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Un cielo despejado, soleado y azul se imponía sobre Nueva York en la mañana de ese martes, 11 de septiembre de 2001, cuando Katya Varela Barragán, una cartagenera radicada en Nueva York desde 1985, salió de su casa ubicada en Long Island, en el tren 7, hacia su lugar de trabajo, a solo 20 minutos del World Trade Center.

Un par de horas después ese mismo cielo se llenaría de humo y las cenizas mancharían de gris los recuerdos de la fecha que partiría en dos la historia de Estados Unidos. 'El cielo estaba bello y soleado', recuerda Katya. 'Iba en el tren hacia Manhattan cuando escuché a un señor, que se acababa de subir, contarle a otro que un avión se había estrellado contra una de las torres. Enseguida le pregunté si había sido un avión comercial, pues trabajaba para una aerolínea y él, muy amablemente, me dijo que desconocía eso', añade Varela.

Al llegar a la oficina encontró a todos sus compañeros pegados al televisor con las actualizaciones de las noticias. A las 10:28 a.m., el segundo avión se estrelló contra la Torre Norte e inmediatamente se encendieron las alarmas. 'Nos pidieron que abandonáramos el edificio; y lo hicimos sin pensarlo dos veces, pero con calma. Hablé con mi esposo, quien me pidió que me quedara donde estaba, pero decidí salir con el resto de mis compañeros. En la calle había caos, porque todos queríamos salir de la isla, pero no pánico', dice.

Sus amigos de trabajo fueron recogidos por sus familiares, mientras ella, sola entre la multitud, se dirigió hacia el puente de Queensboro, alejándose de lo que dejó el ataque a la segunda Torre. 'Yo iba ensimismada, pensando en mi esposo y mis hijos, con quienes no había podido comunicarme, cuando los desgarradores gritos de un señor, que venía cubierto en cenizas, me llegaron al alma y me hicieron caer en cuenta de lo que estaba pasando', recuerda Katya con la voz entrecortada.

'Ese día –destaca– pude comprobar de qué estaba hecho el corazón de los neoyorquinos. Algunos fueron solidarios con los agentes que dirigían el tránsito llevándoles agua y alimentos. En el puente muchas personas, que tenían carros grandes, recogían a desconocidos para llevarlos a donde necesitaran. La tragedia nos unió'.

'Una vez crucé el puente me senté a llorar. Mi familia no había llegado a recogerme ni podía comunicarme con ellos', cuenta. 'Me sentí sola y me senté en el andén. De repente una señora colombiana se acercó y me preguntó qué me pasaba. Le conté, amablemente se ofreció a llevarme hasta mi casa en el carro de su hijo que se encontraba a una cuadra de donde estábamos. Me dejó en Long Island, me encontré con mi familia y, lastimosamente, a esa señora no la volví a ver'.

Quince años después del ataque a las Torres Gemelas la colombiana lamenta que 'vivimos en un mundo en donde el odio ciega a las personas y las insensibiliza'. Es su última reflexión sobre un día de verano que empezó con un gran sol y hoy es una mancha gris en la historia.