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Por Alberto Salcedo Ramos

Digámoslo sin rodeos: los seres humanos creamos el carnaval para legitimar el derecho a disfrazarnos y, de ese modo, descansar un rato de nuestros propios rostros. Ricardo Rodríguez podría suscribir tal hipótesis. Durante 361 días al año es un peluquero introvertido que paga oportunamente los servicios públicos y expresa su homosexualidad de manera moderada. En los cuatro días de la fiesta, animado por la disolución de las normas sociales, se transforma en una hembra bullanguera de ancas grandes. Entonces, ataviado con su pollerón de vendedora de frutas —la piel ennegrecida con betún, los labios pintarrajeados de morado— recorre las calles zarandeando el cuerpo al ritmo de la cumbiamba. 

Al maquillarse y enfundarse en su falda larga, Rodríguez se pone a tono con la picaresca típica del Carnaval de Barranquilla. Y se emancipa del papel de sujeto apocado que le impone la rutina. Curiosamente, la mujer negra en la cual se convierte, aunque es un personaje construido para la farsa, le permite cumplir un deseo reprimido desde la infancia. Las caretas — ya lo decía Oscar Wilde— resultan a menudo más reveladoras que las caras. Quienes las usan no se encubren: se muestran. Todo ser enmascarado está habitado por la criatura a la cual pretende imitar con su disfraz. La oruga arrinconada que es Ricardo Rodríguez durante sus días de peluquero contiene a la mariposa expansiva en la que se transmuta cuando empieza la fiesta. En tiempos de carnaval es común volverse lo contrario de lo que se es: el mendigo se viste de rey, el timorato blande una espada, el virtuoso se pervierte, el lampiño se torna barbudo, el conejo ruge como león. El hombre que adopta un rostro ajeno no renuncia al suyo propio: tan solo lo reafirma. Esto es posible porque el artificio, en la medida en que distorsiona la apariencia física, deja al descubierto las fantasías más íntimas. 

Ahora bien: al enmascarado le importa poco que sus pasiones secretas se transparenten a través de la careta, pues a fin de cuentas lo único que él quiere esconder es su fachada. Escudado en el capuchón, el hombre adquiere el anonimato necesario para desinhibirse y realizar, impunemente, ciertos actos que no se atrevería a realizar si tuviera el rostro descubierto. Para empezar, puede confrontar, como ya dije, a sus demonios interiores. Asumirlos, sacarlos a flote. Puede, además, denunciar al jefe corrupto, festejar el traspié del vecino arrogante, desear a la mujer del prójimo. El disfraz libera y, después, concede licencia para la transgresión. El tigre de Bengala y la osa malaya que en el baile de máscaras se acarician impúdicamente, quizá sean dos conocidos nuestros que se aprovechan de la ocasión para cometer a mansalva una infidelidad. Como en las fiestas dionisiacas de los griegos, en el Carnaval de Barranquilla mucha gente falsifica su identidad para pecar sin preocuparse y, en consecuencia, alcanzar la purificación. 

Entre los disfraces ingeniados por los barranquilleros con el propósito de camuflarse, ninguno tan hermético como el de Monocuco. La ancha túnica de satín borra las formas del cuerpo, por lo cual es imposible saber si quien va adentro es un hombre o una mujer. Luego, para tapar el rostro, están la capucha y el antifaz. Según la leyenda, este disfraz fue hecho a la medida de los señores ricos que se adentraban en los barrios marginales de la ciudad para retozar en el catre de algunas muchachas pobres. Había que proteger el anonimato costara lo que costara, y tal vez por eso es que el Monocuco lleva en las manos, desde sus orígenes, una vara para espantar sin contemplación a los indiscretos. Al atrincherarse en el traje de «Monocuco», el individuo se siente seguro, invulnerable. Tan especial ha sido este disfraz para el imaginario colectivo, que los jerarcas de la Real Academia de la Lengua Callejera lo establecieron para denotar el estado anímico de quien se considera a salvo. No es gratuito que cuando a un barranquillero de la vieja guardia se le pregunta si todo en su vida marcha bien, responda:

— Sí, todo bien, todo «Monocuco».

La careta y el ropón de raso son tan solo la expresión material del disfraz. Pero más allá de tales piezas, el carnaval es una gran mascarada. En los cuatro días que dura la fiesta todo se vuelve simulación, parodia. Subvertido el orden del Universo, los preceptos son letra muerta. La vida es entonces una chifladura monumental en la cual se tornan normales los sucesos que durante el resto del año resultarían inauditos. La gallina hostiga al zorro, el pez chico se come al grande, el simio se aparea con la jirafa, el blanco se cimbrea con el tambor del negro, el mendigo corteja a la princesa, la monja conduce una ambulancia, los policías llegan a tiempo, el magnate paga sus impuestos, el constructor responde por las casas que vendió y que luego se desmoronaron, Bill Clinton es el marido más fiel, Hugo Chávez gana el casting para reemplazar a Cantinflas, Tarzán se casa con Chita, Batman y Robin admiten que son amantes, El Coyote captura por fin al Correcaminos, Supermán sobrevive a la Kriptonita, don Ramón le devuelve la bofetada a doña Florinda. 

La alteración del orden preestablecido obedece, en parte, a la intención de hacer reír a la gente, lo cual se consigue, frecuentemente, mediante los retruécanos más simples: el patrón anda a pie mientras el jornalero conduce el Ferrari; el butifarrero es un mujeriego infalible en Hollywood mientras Brad Pitt suda la gota gorda vendiendo empanadas en el Paseo Bolívar. En ocasiones la hilaridad del público no se logra trastrocando el destino acostumbrado de los elementos sino exagerando, mediante la representación cómica, los mismos sucesos de siempre: Atlético Junior no puede poner en práctica la prueba de alcoholemia, porque sus indisciplinados jugadores se encuentran tan atiborrados de licor que la sangre se les evapora en las jeringuillas. También hay comedias sobre los arroyos que en las épocas de lluvia atormentan a los habitantes y sobre el tendero de barrio que adultera la báscula. De repente, los problemas cotidianos, enfocados desde la perspectiva de la burla, ya no provocan penas sino jolgorio. El carnaval es eso, precisamente: un acontecimiento en el cual se suspende el tiempo de los lamentos y se desata el del gozo. Sin embargo, va mucho más allá del mero hedonismo: abre espacios para que el pueblo exprese su inconformidad y ejerza el derecho a la crítica. Las calles, transformadas entonces en un inmenso teatro al aire libre, permiten escenificar el saqueo de las arcas públicas, señalar al político bandido. No es casual que las marimondas, esas figuras socarronas de narices fálicas y orejas de elefante, hagan sonar sus estridentes pitos – conocidos con el gráfico nombre de «pea pea» —justamente cuando se tropiezan en el camino con ciertos personajes nefastos de la ciudad—.  

El carnaval es una mascarada de principio a fin —dije—porque en él todo se vuelve disfraz, incluso el lenguaje. Antes y después de esta fiesta, la palabra «asalto» es sinónimo de «atraco a mano armada», y tan solo se usa para hablar de la inseguridad urbana. En carnaval significa que algunos amigos han invadido sin previo aviso la casa de un compañero, para realizar una pachanga. Antes y después de esta fiesta, un «decreto» es un comunicado que oficializa cierta decisión —casi siempre fastidiosa— del gobernante de turno. En carnaval es el discurso jocoso que pronuncia la reina para contagiar de alegría a sus conciudadanos. Durante estos cuatro días de arrebato colectivo la realidad entera, con todos sus seres y enseres, resulta trocada por la farsa: se enmascaran los rostros, se camuflan los cuerpos, se transforma el idioma. El cosmos, en términos generales, queda envuelto en una gran máscara que lo distorsiona.

Los seres humanos apelan a esta ficción para ayudarse a soportar los desencantos de su realidad cotidiana. Inventamos las novelas para poder resistir las noticias. Bien decía Francois de la Rochefoucauld, en uno de sus célebres epigramas, que ni el sol ni la muerte se pueden mirar fijamente. El carnaval le permite al hombre darles una ojeada oblicua a sus propios conflictos. El zapato que nos aprieta a lo largo del año, al ser puesto de revés durante los carnavales se convierte en motivo de risa. Lo que antes era congoja, en carnaval es argumento para la picaresca. Entonces nos resulta posible contemplar el sol sin encandilarnos. Con la muerte sucede lo mismo: antes de la fiesta aparecía en nuestros pensamientos como una señora hosca y temible; ahora es un personaje juguetón que se entrevera con nosotros, sin intimidarnos, en cada desfile callejero.  

Por eso el carnaval es catarsis. Nos depura, nos alivia. Nos predispone para enfrentar, con las energías renovadas, los 361 días de rutina que comenzarán el Miércoles de Ceniza, veinticuatro horas después de la conclusión de la fiesta. Cuando nos quitemos las caretas y descorramos la gran máscara que le pusimos a nuestra propia realidad, nos toparemos de frente con las mismas contrariedades de siempre: la intolerancia, el desamor, las deudas, las tareas aplazadas, las fragilidades del cuerpo, los pesares del alma, los miedos. Menos mal que dentro de un año, cuando nos enfundemos de nuevo en nuestros disfraces, la vida volverá a ser una fiesta. Descansaremos de nuestros rostros, convertiremos a la muerte en una marioneta inofensiva y nos animaremos a contemplar el sol que, a pesar de todo, todavía brillará para nosotros.