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Por Carlo Acevedo

Nunca antes escribir había sido un asunto tan cotidiano. Leer y escribir, claro, si se entiende la lectura como una forma de escritura. Sin embargo, en este contexto, el de la cotidianidad, el de las convenciones, las posibilidades del lenguaje escrito no van más allá de la mera utilidad, del pragmatismo, de lo necesario. La letra escrita ha sido subyugada por las imposiciones de la vida laboral, académica, social. Se espera en todo momento que toda persona produzca un texto, una respuesta inmediata, una reacción. Se espera que se escriba, que se escriba, que se lea, siempre un texto, siempre una respuesta inmediata, siempre algo por definir, por aclarar.

Pero ¿qué puede ofrecernos, en estos contextos, el lenguaje escrito? Poco o nada, por fortuna. Ni debería esperarse algo distinto. El verdadero lenguaje, la verdadera letra escrita, tiene su refugio natural. Y arribar a él es la única esperanza de rozar el centro del lenguaje, de convertirlo en arte, en sugestión, en parábola, de disolver los límites o linealidad que le imponen las convenciones, la cotidianidad, la academia, el trabajo, los compromisos, en fin, la vida. Tal refugio es, nada más y nada menos, la Poesía.

Ésta no se limita a la extensión o condición del poema: ¿cómo no reconocer y celebrar la Poesía implícita en una novela como El silenciero de Di Benedetto (los recurrentes silencios, los adjetivos inquietantes, las oraciones casi inconclusas)? Claro, no es tarea fácil llegar a ella, a la Poesía, se escriba lo que desee escribir, sea narrativa, ensayo, poesía. Pero hoy, por fortuna, cualquier persona, sin distingo de profesión, ocupación o intereses, puede aspirar a conocerla, a flirtear con ella, a recorrerla. Y es la misma cotidianidad, vaya paradoja, la que lo permite. Como bien aseguró el poeta venezolano Eugenio Montejo hace ya más de dos décadas, entre escéptico y confiado él, los talleres de escritura creativa son esa puerta que le permite a cualquier persona cruzar los límites prácticos del lenguaje.

Durante este semestre, que ya cierra, tuve la oportunidad de coordinar Te Cuento, taller de escritura creativa que ofrece el Centro de Escritura de la Universidad del Norte. Fueron trece sesiones, la primera a principios de agosto y la última a finales de octubre. Se exploró la Poesía a través del ensayo, de la reflexión, de la experiencia, a través del microrrelato, de la ficción, a través de las arbitrariedades y muchísimos rostros de la poesía. Se usó el lenguaje para indagar en la memoria, en lo vivido, en la fantasía, en las historias ocultas, en la metáfora, en lo animal, en el erotismo, en la geografía, en la imagen. Se usó el lenguaje para su fin original: conocer el mundo. Estudiantes de diversas carreras y distintos semestres cumplieron la cita cada martes, de 4:30 a 5:30 de la tarde, motivados por el único compromiso de leer y escribir, leer y escribir realmente.

Se leyeron poetas como Ana Blandiana, Blanca Varela, narradoras como Silvina Ocampo, ensayistas como Sylvia Molloy y el agudísimo Augusto Monterroso, nunca para ver en sus textos modelos rígidos, sino para sopesar qué era lo apropiado para nuestros propios escritos, nuestras necesidades de expresión, de acuerdo al ejercicio práctico propuesto. Además, tanto asistentes como yo tuvimos la fortuna de contar con sesiones dirigidas por la poeta barranquillera Fadir Delgado y Juliana Enciso, poeta bogotana. Quienes estuvimos cada semana en el Centro de Escritura nos obligamos a desafiarnos, en términos del lenguaje, según el aspecto a explorar, ya fuese algo relacionado con la poesía, el ensayo, la narrativa, o con aquellas zonas grises, las más fascinantes, en las que es difícil definir qué es qué. Los tres poemas que siguen fueron escritos, en distintas sesiones de Te Cuento, por Yilma Felizzola, estudiante de octavo semestre de Psicología; Juan Duque, décimo semestre de Ingeniería de Sistemas, y un anónimo que prefirió reservarse el nombre pero que, a pesar de no ser aún universitario, se las arregló para llegar semanalmente al Centro de Escritura, a la tan hermosa, al menos desde mi perspectiva, hora comprendida por Te Cuento.

Encuentro

Por Juan Duque

Sé que me observas con la misma intensidad que yo a ti,
me detuvo tu color ámbar muy característico,
tus antenas y patas llenas de ese pelo tan común entre insectos.

Te ves más grande de lo habitual,
supongo que yo te doy la misma impresión.

Irónico.

Solo te pido una cosa, no vueles.

Me parece muy mala costumbre eso de las cucarachas,
siempre les encanta ver el mundo arder.

Blanco

Por Yilma Felizzola

Valles infinitos de paisajes incoloros,
paredes prístinas que llegan a las estrellas,
un horizonte invisible,
un encierro libre.

El centro de la mente,
espacio inerte,
los pensamientos pasan sin garras ni dientes
con que aferrarse a la tela de la nada.

La inmensidad hecha color,
un color descolorido,
una sensación de desesperante infinito,
de infinito blanco.

Sobrecama blanco

Por Anónimo

Las montañas se mueven y se alejan y se caen,
desordenando el manto tibio en que se montan.

Algún día, espero coincidir sobre la misma cama;
allí erigiré una sierra que sobresalga entre las nubes.