Nuevamente la muerte de un afroamericano en circunstancias que involucran a las autoridades desencadena explosiones del orden público en Estados Unidos, y saca a la vista la existencia de una presión latente de inconformismo en el fondo de su sociedad, que estalla en chorros de violencia incontenible ante cualquier fisura.
Un hombre negro, Keith Lamont Scott, murió por disparos de un policía en Charlotte, Carolina del Norte, en hechos que todavía son materia de investigación de parte de las autoridades estatales. Lo señalan de negarse a entregar un arma con que supuestamente apuntaba a los agentes; testigos dicen que, en realidad, estaba desarmado. La Policía no ha accedido, hasta el momento, a mostrar el video de lo sucedido.
Las consecuencias son dos noches de disturbios que dejan más de 40 detenidos y nueve heridos.
La ciudad se ha convertido en escenario de batallas campales entre la policía y manifestantes y activistas, las cuales han incluido bloqueos de calles y uso de gases lacrimógenos. A través de redes sociales han sido convocadas nuevas protestas. Entre tanto, efectivos de la Guardia Nacional de EEUU se han desplegado a lo largo de la ciudad con la tarea de ayudar a mantener el orden.
El estado al que han llegado las cosas en tan poco tiempo puede interpretarse como evidencia de que lo sucedido es apenas la más reciente manifestación de un problema mucho más grande, de fondo, y que se viene gestando durante años a pesar de los innegables avances legales y sociales para disipar las tensiones raciales. También, la reacción para evitar la propagación de la violencia, el apelar primordialmente a medidas de choque y fuerza, vuelve a poner a prueba las dificultades que afronta la máxima potencia del mundo para atender sus conflictos internos por la vía del diálogo.
Las oleadas de manifestaciones y el que inevitablemente estas desemboquen en nuevos hechos que lamentar recuerdan que aún falta mucho camino por recorrer para resolver efectivamente una de las mayores asignaturas pendientes para Estados Unidos. Está claro que al país le ha costado demasiado dejar atrás la era de los prejuicios y la discriminación, más allá del hito que marcó la llegada en 2008 de Barack Obama y de los avances que él promovió. Ese año se convirtió en el primer presidente negro en la que seguiría siendo, hasta hoy y después de él, la Casa Blanca.
No son raros los reportes que llegan del país norteamericano de un comportamiento policial desmedido; y no es raro que los negros aparezcan como el principal blanco de estos excesos. Una mancha que persiste, a la par de unas estadísticas socioeconómicas que siguen mostrando distancias inequitativas entre los miembros de una comunidad y otra.
La situación de Charlotte cobra además especial significado al estar enmarcada en una carrera presidencial que ha fluctuado en los extremos de la polarización por cuenta de posturas que han situado en el eje del debate las libertades, derechos y deberes de los ciudadanos en razón de su pertenencia a distintos grupos poblacionales.
El modelo de Estados Unidos históricamente ha constatado los beneficios de una sociedad que abraza la diferencia, y cumple en el escenario internacional un papel de guía ante el reto de garantizar la igualdad de los ciudadanos. Ahora reaparece un histórico desafío, y las decisiones que tome en estos momentos pueden marcar el rumbo de un nuevo comienzo, a partir de una resolución de fondo y definitiva, en lugar de más aplazamientos.