La noche cayó sobre Barranquilla y el estadio Metropolitano Roberto Meléndez ya hervía mucho antes del pitazo inicial. Cuando los equipos saltaron al campo, el estadio explotó en una postal que quedará grabada para siempre en la memoria rojiblanca: miles y miles de bengalas encendidas al unísono tiñeron de rojo el ‘Coloso de la Ciudadela’, cubrieron las tribunas, abrazaron la cancha y levantaron una nube espesa de humo que volvió irreal el escenario.
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— Junior FC (@JuniorClubSA) December 13, 2025
Fue, sin exageraciones, la salida más espectacular que se haya visto jamás en ese templo y en el fútbol colombiano. Desde ese momento ya el Tolima empezó a presagiar lo que se le venía. El ‘monstruo de mil cabezas’ despertó en su máximo esplendor y, desde ese instante, dejó claro que nadie saldría ileso de Barranquilla. Los jugadores del equipo pijao, sorprendidos, parecían no entender dónde estaban parados, todos reducidos por un ambiente que se le vino encima como una marea incandescente.
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El primer rugido llegó temprano y fue el de Enamorado. El gol abrió el camino del triunfo y desató una nueva tormenta roja en las tribunas. Las bengalas volvieron a encenderse, una tras otra, hasta perder la cuenta; el humo volvió a cerrar el telón sobre la cancha y el partido tuvo que detenerse. No se veía nada, pero se sentía todo: el temblor de las gradas, el grito desgarrado de la gente, la certeza de que esa noche iba a ser especial. Cuando el juego se reanudó, el Junior ya jugaba impulsado por una fuerza superior, empujado por una afición que no daba tregua.

La tranquilidad llegó con el tanto de Bryan Castrillón, y con él, otra pausa obligada. El estadio volvió a incendiarse en rojo, la pirotecnia adornó el cielo barranquillero y el humo volvió a apoderarse de cada rincón del Metro. El Tolima, aturdido, apenas resistía mientras el local se hacía más grande, más dominante, más dueño de la noche. Cada gol era una ceremonia, cada celebración un acto colectivo que borraba cualquier rastro de silencio.

Y antes de que terminara la primera parte, Enamorado apareció de nuevo para firmar su doblete y desatar la euforia total con el 3-0. El tercer estallido fue el más intenso, el más largo, el más visceral. Otra vez el árbitro tuvo que detener el partido porque la visibilidad era nula, porque el rojo lo había cubierto todo. Las bengalas ardían como si no quisieran apagarse nunca, mientras el canto bajaba desde las tribunas como un trueno interminable. Era la confirmación de una superioridad no solo futbolística, sino emocional, ambiental, espiritual.

Al final, más allá del resultado, quedó la sensación de haber vivido algo irrepetible. El hincha se fue del Metropolitano con la garganta rota, el pecho inflado y el corazón vibrando, más ilusionados que nunca. Fue una fiesta total, una comunión perfecta entre equipo y afición, una de esas noches en las que el ‘Coloso de la Ciudadela’, la casa también de la Selección, recuerda por qué es temido y amado. Barranquilla vivió una velada roja, ahora solo falta redondear esta fiesta vivida con la undécima estrella. La última palabra aún no está dicha. Ahora toca ir con la misma humildad a redondear la faena a Ibagué. ¿Se puede? ¡Claro que se puede!

























