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Corría la primavera de 1988 cuando conocí a Robert Redford. Recuerdo que pocos días antes de nuestro encuentro yo había llegado a Cuba persiguiendo el esquivo sueño de convertirme en director de cine. Aunque la magnitud de mi propósito implicaba de por sí un esfuerzo considerable, durante varios días antes de mi viaje a la isla estuve cavilando sobre qué pesaría más en mi maleta: si el inesperado encargo de reportar para EL HERALDO mis encuentros con los cineastas que enseñaban en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, o una encomienda que Germán Vargas amenazaba con enviarle a García Márquez.

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Cuando EL HERALDO, a través de la columna diaria de Vargas, hizo pública la fortuna de haberme convertido en el primer barranquillero en ganar una beca para estudiar en la prestigiosa escuela de cine, de repente me vi transformado en un codiciado corresponsal extranjero. Aunque yo había publicado crítica de cine y reportajes cinematográficos en EL HERALDO, mi experiencia no incluía entrevistas con grandes “monstruos del cine” como Robert Redford. Aún resuenan en mis oídos las palabras de Vargas al sugerirme el encargo: “Juan B [Fernández Renowitzky] quiere que hables con Redford. Aprovecha que vas a estar en su clase y lo entrevistas”. A primera vista, la tarea de escribir sobre el galardonado actor me parecía descomunal.

Después de transitar una rutilante carrera actoral en Hollywood durante los años 70, Redford había debutado como director en 1980 y ganado cuatro premios Óscar con la película Gente como uno. Entrevistar a un actor en la cúspide de su carrera despertó todo mi entusiasmo, pero me generó mucha duda e incertidumbre.

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Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba/Cortesía

Una encomienda para Gabo

Cuando llegué a la Escuela de Cine, dos días antes de que empezaran las clases, la directora Lola Calviño requirió mi presencia en su oficina, donde, para mi sorpresa, me recibió como si fuera un visitante célebre. Después de un corto y formal saludo, ella me reveló el motivo del encuentro: “¿Le trajiste a Gabo los libros que está esperando?” La cineasta cubana se refería a un texto que un historiador soledeño, cuyo nombre no recuerdo, había autopublicado sobre la breve estancia de Simón Bolívar en el municipio de Soledad, cuando iba rumbo a la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, donde murió.

Pocos días atrás, German Vargas me había entregado en la redacción de EL HERALDO una encomienda cubierta con mucha solemnidad: “Por nada del mundo te desprendas de este sobre. Aquí va el texto que Gabo necesita para terminar de escribir su novela sobre Bolívar”. Según me contó Vargas tiempo después, García Márquez no había podido encontrar en ninguna biblioteca un libro que relatara los pormenores de la estadía del libertador en el municipio de Soledad. Circunstancia que mantuvo al Nobel en una especie de laberinto creativo durante varios meses.

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Antes de terminar mi conversación con la directora Calviño, intenté entregarle el sobreprotegido sobre enviado por Germán Vargas, pero me detuvo. “Gabo va a estar mañana aquí a las cuatro de la tarde. Ven y le entregas el sobre personalmente”.

Un padrino para Redford

Al día siguiente, cuando regresé a la oficina de Calviño, el premio Nóbel estaba esperando la codiciada encomienda. “Gabo, él viene de Barranquilla y te trajo los libros que necesitas”, intercedió Calviño amablemente, cuando me asomé.

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“Quién eres tú y por qué estás aquí”, me espetó el Premio Nobel. “Yo escribo para EL HERALDO y vengo a estudiar”, respondí tímidamente. “Esta escuela no es para periodistas, sino para cineastas”, dictaminó. “Yo escribo sobre cine y dirijo un Cine Club en mi ciudad”, agregué y seguí argumentando: “Además, yo pasé el examen de admisión y las entrevistas”.

“Nunca te contaron que el último requisito de admisión era hablar conmigo?”, respondió. Después de un incómodo silencio no se me ocurrió otra cosa que contestarle: “Usted no se acuerda de mí?”. Me miró fijamente, se quedó pensando y replicó: “Es la primera vez que te veo”. Entonces, como un mago de circo macondiano, saqué mi as bajo la manga: “¿Usted se acuerda de Emita, la señora de la cafetería frente a EL HERALDO, en la calle Real, durante los años 50?” Se quedó un rato pensativo y, mientras un rayo de lucidez iluminaba su mente, exclamó: “No me digas que tú eres el hijo de Emita!, inquirió el Nóbel mientras desnudaba un poco de emoción. “Lola, te cuento que la mamá de este pelao preparaba el tinto más sabroso de Barranquilla. Cuéntame cómo está ella, ¿qué hace?”

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Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba/Cortesía

Mientras intentaba sobreponerme a la emoción que me embargaba, le contesté: “Ella ya no trabaja, pero está muy bien y sigue preparando delicioso el café. Le manda muchos saludos”.

La breve pero intensa rememoración familiar se fue para el carajo cuando Calviño le contó a Gabo que yo quería entrevistar a Redford. “Cuánto pagaría EL HERALDO por eso? Creo que Redford, después de ganar el Óscar, cobra mínimo diez mil dólares por entrevista”.

“No creo que Juan B vaya a pagar esa suma de dinero”, le contradije.

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“Esta escuela no la sostiene Fidel ni el gobierno cubano, sino el dinero de los donantes, y Redford es uno de los principales. Pregúntale a Juan B cuánto paga y hablamos”.

Cuando llamé a Vargas para comentarle las exigencias de García Márquez, me respondió: “No seas pendejo, Gabo te está mamando gallo. Sigue insistiendo y verás”.

No sé si Vargas tenía o no razón. Lo cierto es que dos días después yo estaba frente a Redford con mi improvisada artillería periodística para debutar como “corresponsal extranjero”. Los pormenores de esta primera aventura periodística están detallados en el artículo ‘El moderno Quijote del Cine Latinoamericano’ que publiqué en EL HERALDO un domingo del verano de 1988.

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*Hernando Olivares es un cineasta que enseña en Broward College y Miami Dade College. Durante 15 años escribió crítica de cine para el diario The Sun Sentinel, en Fort Lauderdale, Florida.