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La cárcel

La duda surgió cuando estuvo en la fila.

Viniendo con Bob no había pensado en lo que iba a hacer. Sim­plemente había resuelto venir.

—Está bien, Bob, iré yo. Debe de ser muy duro que todo el mundo le dé a uno la espalda por el solo hecho de estar en la cárcel.

—Cheíto te lo agradecerá -había respondido el gringo Bob.

Después, el taxi los había dejado a las puertas de la cárcel.

—¿Adónde vas? -le preguntó Colavini al gringo Bob, cuando lo vio apartarse de la entrada del presidio.

—A la estación de buses -respondió él, reacomodándose su aparatoso morral en la espalda. Tenía un aire despreocupado.

—¿No vas a entrar?

—No, ya lo visité -le sonrió el gringo, levantando los hombros.

—¿Y adónde irás?

—A la selva, quiero encontrarme con la naturaleza.

—¿Quieres que le diga algo a Cheíto de tu parte?

—No, ya le mandaré una postal.

—Y ahora, ¿qué hay que hacer? -le preguntó Colavini, miran­do hacia la penitenciaría.

—Nada especial. Ponerte en la fila.

—¡Ah!, está bien. Adiós, Bob, escribe.

—Adiós, Bob -se despidió el gringo, pisando fuertemente sus botas de trotamundos.

«Tiene razón, somos tocayos», pensó Colavini. Bob se encami­nó hacia la terminal de autobuses. Vestía vaqueros raídos y sucios, y llevaba su cabello largo recogido en una coleta.

«¡Carajo!, tiene más de cuarenta años y todavía anda con esa pinta de hippie. Por eso es que Cheíto se jodió, por andar con gen­te así», sentenció Colavini. Luego se puso en la fila y fue entonces cuando lo asaltó la duda sobre si debía entrar en la cárcel.

«Cheíto es un asesino. ¿Por qué he venido a visitarlo?», se pre­guntó inquieto.

Pero inmediatamente después corrigió sus impresiones. «No, no lo es. Y estoy aquí porque es mi amigo... Debí venirlo a ver hace un año, y no lo hice. ¡Ahora que estoy aquí no me saldré de esta maldita fila!».

—¡Rober! ¡Qué sorpresón! -vociferó Cheíto al verlo sentado en la sala de visitas.

Vino hacia él, presuroso y sonriente, y le dio un abrazo muy fuerte. Muy sonoro. Él le correspondió. También se alegraba de verlo.

Colavini se había informado sobre el suceso en el que se había visto envuelto su amigo, a través de los periódicos. Cheíto ocupaba el cargo de tesorero de la municipalidad en el momento de su deten­ción, y su caso había ocupado durante muchas semanas las prime­ras páginas de los periódicos nacionales y locales. El caso había sido llevado ante la justicia, y la sentencia se había producido hacía unas semanas.

—Te ves bien -le comentó sonriente Colavini.

—Lo estoy -le respondió el recluso.

—Lamento mucho lo de la sentencia... -repuso enseguida Co­lavini, dándole una palmada en el hombro.

—¿Eso? -lo interrumpió Cheíto-, eso no debe preocuparte. Mis abogados la han recurrido. No han podido probarme nada. Ha sido un fallo injusto y no conforme a derecho. La gente de esta maldita ciudad me ha cogido como chivo expiatorio de todas las tropelías que se han cometido con la administración de los bienes públicos. Ellos no saben…

—Fíjate, Cheíto -lo interrumpió Colavini-, cuando venía hacia acá pensé eso mismo. A ti lo que te ha perdido es la fama de loco e irresponsable que tienes. Yo creo que por eso te han echado la culpa de todo lo ocurrido.

—Rober, yo te juro que no maté a Fanfán Salgado…

—Lo sé Cheíto, lo sé, no tienes que decírmelo…

—Bebimos mucho aquella noche y metimos mucho perico, es verdad, pero nada más. Lo de que nos montáramos en el carro y sa­liéramos a dar una vuelta, fue idea de Mincho. ¿Conoces a Mincho? -le preguntó de repente, lanzando un resoplido. Había comenzado a agitarse.

—Claro que lo conozco.

—Pues bien, él fue el de la idea. Dijo: «Llevemos a este hijue­puta a dar una vuelta». Mincho quería obligar a Fanfán a que nos re­velara dónde tenía escondido los plomos. Oye, ¿qué estás mirando?

—Quería saber a qué distancia estaban los guardias, no fuera a ser que te estuvieran escuchando. ¿Cómo es que hablas de estas cosas tan alto? -dijo nervioso Colavini.

—Rober, no seas infantil. ¿En qué mundo vives? Los guardias de aquí son todos sordos, por eso están vivos, ¿me entiendes?

—Sí, no soy imbécil. ¿De qué plomos hablabas?

—De armas -dijo el preso-, armas de fuego -aclaró.

—Cheíto, no entiendo nada de lo que me estás contando. ¿Qué hacían ustedes con esas armas?

—Venderlas, ¿qué otra cosa se te ocurre que podíamos hacer?, ¿jugar a policías y ladrones como cuando éramos niños? Fanfán se había quedado con cuatro o cinco cajas de plomos y no quería de­volvérnoslas. Decía que le debíamos dinero de la última venta, pero era mentira. Se le había metido eso en la cabeza, ya sabes cómo es el basuco, te hace alucinar...

—No sabía que estuvieras en esa clase de negocios.

—¿Tú crees que se puede vivir del sueldo de tesorero munici­pal? Todos los cargos de la administración pública son unos puestos basura. Están hechos para gente sin ideas, y a mí, bueno... tú me conoces, me gusta ser libre, tener ideas propias, en fin, ya sabes... ¿Cuánto tiempo llevas tú trabajando en la municipalidad?

—Diez años... quizá un poco más…

—¡Es una mierda! ¿En eso estarás de acuerdo conmigo?

— Bueno, sí...

—Todos los que trabajamos en esa cloaca estamos de acuerdo con eso. Por lo menos estamos de acuerdo en algo. Pero la gente de la calle cree que nos gusta estar ahí dentro, y por eso cuando se co­mete un asesinato lo mejor es endilgárselo a la rata que trabaja en la municipalidad, como fue mi caso. El homicidio es un delito repug­nante, ¿estás de acuerdo, o no? y lo de la reventa de los sellos no tiene nada que ver con el asesinato de Fanfán. La gente piensa que mata­mos a Fanfán porque él también estaba metido en el negocio de los sellos. Fanfán no estaba en eso, no, no, no. ¡Uahh! Se me revuelve el hígado de solo acordarme. Los sesos se le salieron y el carro se llenó de sangre. La bala sonó ¡bam!, muy fuerte, ¿sabes? Una bala dentro de un carro suena como una bomba. Oye, ¿por qué te aprietas tanto la mandíbula?

—¿Yo?

—Sí, tú, ¿qué te pasa?, ¿estás nervioso?

—Sí, un poco.

—Estás respirando mal, ¿sientes que te falta el aire?

—Sí.

—Es ansiedad, ¿sabes? A mí me pasa con mucha frecuencia.

—Ah, ¿sí?

—Sí. El día que vino la policía a detenerme, creyeron que ten­drían que hospitalizarme. El ahogo me dio muy fuerte.

—Te debiste asustar mucho.

—Mucho, mucho, pero tuve tiempo de deshacerme de los sa­cos con los sellos. Los estaba organizando cuando los escuché lle­gar. «Teniente Pereira. Policía», se identificó uno. Así que corrí y me encerré. Creí que venían a detenerme por lo de los sellos, no se me pasó por la cabeza que era por lo de Fanfán. ¿Sabes?, es menti­ra que encontraran los sacos de los sellos en mi oficina. ¡Son puras mentiras de periódico! Cuando vinieron a requisarme, yo alcancé a tirarlos por la ventana y los sacos cayeron en una azotea. ¡En una azotea!, ¿entiendes? Un sitio que no tiene que ser vinculante con mi persona, tal y como han sostenido mis abogados. Esa azotea es un lugar al que muchos funcionarios de la municipalidad tienen acce­so. Entonces, ¿por qué los sacos tienen que ser míos?

—Dicen que tú no incinerabas los sellos como manda la ley, sino que te quedabas con ellos y luego los revendías.

—Rober, a ti te lo puedo decir: es verdad, eso era lo que hacía, pero de ahí a que lo puedan probar legalmente es otra cosa. Para eso se hicieron las leyes, y esta vez la ley está de mi lado. Mientras no se pruebe, tal y como mandan los códigos, yo no he cometido ninguno de los delitos que se me imputan.

—Pero, ¿y el testigo?

—¿Qué testigo?, ¿el viejo de la azotea?

—Sí. Él declaró a la policía que te había visto tirar los sacos.

—Eso fue en su primera declaración, luego se retractó. Le pa­gamos bastante, billete tras billete. Oye, ¿qué pasa contigo? Tu res­piradera ya no es de ansiedad. Además, estás pálido. ¿Te quieres sentar? Ven, vamos a sentarnos en aquellas sillas de allí. ¿Quieres que te mande traer algo? ¿En qué andas, Rober? ¿No me vas a decir que estás metiendo droga? ¡Cuidado con una mierda de esas! Las drogas son basura, Rober, ¿me estás escuchando? A mí no me enga­ñas, lo que te está dando es la pálida …

—¡No, nojoda, no! No ando en nada de drogas -le replicó mo­lesto Colavini-, quítate esa idea de la cabeza. Estoy mal por el anti­biótico. A veces no me sienta bien y me produce náuseas.

—Está bien, Rober, está bien. No te molesto más, fue que por un momento me asusté y pensé ... Bueno, perdóname, debe de ser que estoy muy excitado con lo de tu visita. La verdad es que ningún amigo había venido a visitarme. Así son los amigos, ¡qué le vamos a hacer! Oye, ¿crees que podrías ir donde mi papá y decirle que yo no maté a Fanfán?

—No sé... Mira, Cheíto, ¿por qué más bien no le escribes una carta y yo se la llevo?

—Porque no la leería. Hace muchos años que no quiere saber nada de mí.

—Entiéndelo. Tú no te has portado bien.

—Por favor, hazme ese favor, una carta mía la rompería. Solo tienes que acercarte a su casa y explicarle que has estado hablando conmigo y que yo te conté que quien mató a Fanfán fue...

—¡Para! -le gritó enloquecido Colavini, agarrándolo fuerte­mente por la camisa-. Cállate ya, no seas canalla -le dijo, mirándolo con desprecio.

Después, soltó la camisa de su amigo y se pasó las manos por las sienes.

—¿Vas a dejar que mi padre se muera de pena moral pensan­do que su hijo es un asesino? ¿Eso es lo que quieres? -le preguntó llorosamente Cheíto-. Fue Rodriguito, Rober, no yo. Yo no saqué esa maldita pistola. Rober, ¿adónde vas? ¡Creí que eras diferente a los demás! ¡Lo mejor será que no vuelvas a aparecerte por aquí! ¿Me oyes? ¡Roberto! ¡Fue Rodriguito, no lo olvides!

*‹Jardín de Moras› (2018), publicada por Collage Editores.

Sobre Alba Pérez del Río

Escritora y periodista barranquillera, radicada en España desde 1985. Ha publicado en ese país dos novelas: El Señor de Tambao y Jardín de Moras, que ahora llega a las librerías colombianas en una versión revisada. Es Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (1985), en la modalidad de mejor crónica, y autora de cuentos, conferencias y numerosos artículos periodísticos. Textos suyos han sido incluidos en las antologías Hören wie die hennen Krähen (Edition 8, Suiza) y Gabito nuestro de cada día (Collage editores).