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Heredero indirecto de Melquíades, antiguo profesor de letras clásicas, este catalán de cabellera de plata y ojos marinos, con un coqueto penacho de cacatúa sobre la frente, es el otro sabio extranjero en Macondo.

Pero su ámbito no era la bulliciosa carpa de los gitanos desarrapados, sino que atendía una tienda de libros raros, al tiempo que se dedica a garrapatear, en calzoncillos y empapado en sudor, en cuadernos de colegio, con tinta violeta, una escritura enigmática, como la de los manuscritos de Melquíades.

Fervoroso de la palabra escrita, se acercaba con irreverencia a los escritores consagrados y los trataba como si fueran sus compadres. Ejerció un sano liderazgo arbitrario sobre los jóvenes intelectuales del Macondo final –Álvaro, Gabriel, Alfonso y Germán– para que más allá de la bohemia en los burdeles, construyeran algo perdurable.

Llegado a la aldea con el espejismo del esplendor bananero, la nostalgia lo obligó a regresar a su tierra natal con dos baúles llenos de textos delirantes. Sin su apoyo, Aureliano Babilonia jamás hubiera descifrado los manuscritos.