Madrid es una de las ciudades más vivas y alegres de toda Europa, pero estos días mi segunda patria se ha convertido en una ciudad fantasma por culpa de la pandemia del coronavirus, al igual que ocurre en muchos otros países del Viejo Continente. Las calles están desiertas y todos los negocios cerrados, salvo los de alimentación y farmacias. En el centro, normalmente bullicioso, reina un silencio sepulcral, interrumpido solo por las tormentas y lluvias de estos días. Eso sí, la caída del tráfico ha mejorado mucho la calidad del aire.
Desde que el Gobierno de España decretó el estado de alarma el fin de semana pasado solo está permitido salir a la calle para ir a comprar alimentos y medicinas, visitar gente que necesita cuidados, llevar los animales al veterinario y acudir al trabajo, aunque la mayoría de empresas ha mandado a su plantilla a trabajar desde casa. Por ahora y con algunas excepciones -la policía ya ha multado a cientos de personas por saltarse la prohibición- la gente se lo toma con una dosis de estoicismo, disciplina y buen humor dentro de este desastre tan surrealista.
Cunden ejemplos de originalidad, con gente dando conciertos improvisados desde sus balcones, como ya hicieron los italianos que llevan más tiempo confinados en sus casas. Otros ofrecen videos caseros para hacer ejercicio, cocinar y otras mil actividades caseras. Muy emocionante resulta la acción ya institucionalizada de salir a la ventana a las ocho de la tarde para aplaudir a los trabajadores y trabajadoras de los servicios sanitarios que dan la cara para paliar esta pandemia.
Aunque no lo parezca, llevamos tan solo unos días encerrados en casa. Nadie sabe cuánto va a durar esta excepcionalidad, pero todo indica que el estado de alarma será prolongado más allá de 15 días. Habrá que ver si la gente aguanta tanto tiempo privada de salir al exterior, especialmente en una ciudad tan dada a ello.
La situación sin precedente en Europa me ha hecho reflexionar sobre mis viajes a América Latina en el pasado. En muchos sitios, desde México a Brasil o Argentina, me resultaba extremadamente incómodo no poder moverme libremente por culpa de la violencia y el crimen. Hay zonas donde uno no se mete y menos con cara de 'gringo'. En Barranquilla, los amigos colombianos me recomendaban ir solamente en taxi. Tardé solo unos días en saltarme la advertencia y caminar desde el Hotel Prado hasta la redacción de El Heraldo, con cierta tensión aunque no pasó nada.
Con la pandemia del coronavirus es distinto. Uno no arriesga su salud o la vida propia en un asalto en la calle. Ahora se trata de no convertirse en una fuente de contagio para los demás. Pero es duro. Cuando acabe la crisis -cuando se dé por controlado el coronavirus- probablemente la gente reflexione sobre el valor de poder ir a parques, playas o bares sin preocupación alguna. Es un lujo que muchos en Europa hemos dado por hecho. Hasta ahora.
@thiloschafer