De vez en mes escribo columnas que se alejan de la dolorosa realidad nacional. De vez en mes me gusta escribir sobre historias que reflejan las carencias que hay en nuestra sociedad. De vez en mes me gusta escribir sobre el amor. Ese que tanto buscamos y que a tantos nos hace falta.

Esta semana mi abuela Bertha Pérez De Caro, la mamá de mi mamá, cumplió noventa años de vida, y aunque la celebración fue atípica por el momento que estamos viviendo, lo que dijo mientras veía a una parte de su estirpe decirle cuánto la quería me hizo reflexionar sobre las decisiones que tomamos, sobre lo que importa, sobre lo que nos llevaremos de este mundo.

En una época en la que el amor es efímero, en la que nos aburrimos de todos y de todo, en la que el placer y el sexo son más importantes que el espíritu, en la que el compromiso es un lujo, y en la que la gran mayoría de los jóvenes buscamos que nada nos ate a nada (ni a una persona, ni a un trabajo, ni a un horario), es una bocanada de aire fresco escucharla a ella hablar sobre su “eterno compañero de vida”.

Mis abuelos tuvieron una historia de amor de esas que ya no existen en otro lugar distinto a los libros. Una historia con años de intercambio de cartas. Una historia con miradas, en vez de cuerpos. Una historia donde el alma es más importante que el espejo.

Se conocieron cuando ella era una preadolescente y él era un joven que estaba a punto de irse del pueblo a estudiar medicina. Él era apuesto, alto, de ojos azules y cabello rubio. Ella era de piel trigueña, de rasgos fuertes y de estatura baja. Bertha, físicamente (en sus palabras, no las mías), nunca fue “la gran vaina”, pero honestamente jamás lo necesitó. Siempre tuvo una personalidad definida, una inteligencia “muy por encima de la media”, y una espiritualidad envidiable. “No era linda”, dice ella, pero no hubo un solo día en la que él la hubiese hecho sentir algo distinto a hermosa. La amó con locura, la respetó con firmeza, la “dejó ser” lo que quiso (en un tiempo en el que el machismo poco lo permitía) y se hicieron felices durante sesenta y cuatro años.

En la celebración de sus noventa ‘ruedas’, ‘Kika’, como le decimos sus nietos de cariño, lo recordó a él. Habló de cómo el verdadero amor es más poderoso que la muerte, de cómo desde hace ya casi cinco años nada es lo mismo y de cómo espera pacientemente para volvérselo a encontrar. “No es lo que tenemos lo que importa, sino lo que seamos y a los que amamos, lo que realmente vale”, dijo con la tranquilidad con la que siempre dice las cosas.

Así como creo que en tantos aspectos hemos estado moviéndonos hacia adelante y que la modernización ha sido vital para buscar un mundo más humano, también es cierto que como generación, cuando de amor se trata, hemos perdido el norte. Físico sobre espíritu. Cuerpo sobre alma. Sexo sobre el amor.

Y aunque no tengo muchas certezas en esta vida, esa sí que la tengo: lo único capaz de hacer que uno ame a alguien tanto por tanto tiempo va mucho más allá de lo que es visible para nuestros ojos.