No existe nada más desgarrador que ver a un niño sufrir por una enfermedad. No hay nada más doloroso que ser testigo de cómo una criatura llena de tanta luz, energía y alegría se va apagando poco a poco.

No hay una situación más triste que ver con angustia cómo se le acaba el tiempo a quien no le entregaron casi. Y eso fue justo lo que me tocó vivir en estas últimas semanas.

En diciembre –gracias a la Fundación Soñar Despierto que se encarga, entre muchas otras cosas, de cumplirle los sueños a niños con enfermedades terminales– conocí a una niña wayuu de cuatro años, que con solo acordarme de su carita me hace sonreír. Su nombre era Dariannis Matilde Epieyu y, tal cual como he contado en una anterior columna, cuando su cáncer ya estaba muy avanzado y las probabilidades de supervivencia no eran muy altas, la fundación se puso en contacto conmigo, pues Dariannis tenía el sueño de ser Reina del Carnaval.

Y, sin pensarlo dos veces, me fui a conocerla, a nombrarla Reina, a disfrutar de su compañía, a reírme con sus cuentos de niña grande y a que, de muchas formas, me cambiara la vida. Ya que a pesar de estar sufriendo, a pesar de tener a su familia lejos (ella había sido entregada al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar cuando se enteraron de su condición) y a pesar de la realidad que estaba padeciendo en vida, ella no dejaba de soñar con algo que muchos damos por sentado: vivir más tiempo.

Dariannis perdió la batalla contra el cáncer el pasado jueves y mi corazón no se me desarruga. Decirle adiós fue duro, verla apagarse ante mis ojos fue doloroso, mirarla en sus últimos momentos fue algo supremamente triste; pero, a la vez, increíblemente ejemplar. Los niños son tan puros, inocentes y tan llenos de amor, que no conocen la amargura, la insatisfacción, la rabia y el odio. A sus cuatros años no conoció otro mundo que no fuese el de los hospitales, las medicinas, las inyecciones, los exámenes, pero ella no dejaba de sonreír, de creer, de dibujar y de soñar.

Que un niño sufra de una enfermedad como el cáncer es de las cosas más injustas que puede existir en el universo y es por esto que hay que aplaudir a todas esas personitas que día a día luchan por salir adelante, por tener un futuro y por ponerle su mejor cara ante cualquier situación. Pero también hay que aplaudir a todas las personas que han entregado sus vidas para mejorar las de ellos, a los médicos que van de la mano batallando, a las enfermeras que con dulzura y esmero hacen las cosas más fáciles y a las fundaciones que se encargan de solucionar y de llevar alegrías.

Es por esto que quiero aprovechar que ayer fue el Día Internacional del Cáncer Infantil para darle las gracias a las organizaciones como la Fundación Andrea, Fundación Retos y a Soñar Despierto, entre muchas otras más, por poner su grano de arena para hacer de la vida de estos niños una más amena. Por batallar de la mano de los familiares contra un sistema de salud que no funciona, por tenderles una mano y por ayudar a sacarle sonrisas a una triste realidad. Y los invito a ustedes, mis lectores, a aportar el suyo. Una visita, una compañía, una ayuda a los familiares, un poco de amor. Todo sirve y todo es agradecido.

Porque si algo puedo decir es que, a pesar de todo, Dariannis se fue de este mundo acompañada de extraños que se volvieron su familia. Y aún hay millones en la lucha que necesitan de una mano amiga para ayudarles a que salven sus vidas o, simplemente, para alegrarles lo que les queda de ellas.