La posibilidad de que te toque un niño como vecino en un avión es uno de los temores más fundados que existen. El riesgo de que te veas obligado a soportar durante un trayecto aéreo chillidos, quejas, agitaciones y vómitos puede conducirte a un estado comparable con el atávico miedo a volar. Los niños, sobre todo los ajenos, son los peores compañeros de viaje.

Esta premisa, comprobada hasta la saciedad en cientos de viajes, pareció derrumbarse hace un par de días, cuando me tocó en suerte una inesperada compañía durante un vuelo doméstico.

No tuve tiempo para la acostumbrada mueca de fastidio cuando llegué a mi asiento y comprobé que en la silla contigua estaba una señora cargando a su pequeña hija: un par de segundos bastaron para que esta criatura misteriosa aniquilara mis augurios de gruñón sin remedio con una sonrisa sin dientes y una mirada de gratuita felicidad que no parecía de este mundo.

Sin embargo, me recompuse enseguida para evitar caer en falsos optimismos, no caí en la tentación de sostener por un tiempo prolongado la mirada de la bebé, y me parepeté en mi asiento con la actitud indiferente de los viajantes consuetudinarios.

Pero ella me miraba. Me miraba y me sonreía. Era inquebrantable su felicidad, y lo era aún más su deseo de compartirla conmigo, el extraño que quería ignorarla. Casi de inmediato comenzó su ofensiva final, la cual consistió en agarrar con insistencia la manga de mi camisa con su regordeta manita. Su madre la dejaba hacer, ignorando la regla no escrita de prohibirle a los hijos molestar a la gente, al tiempo que me contaba cuánto le había facilitado la vida el temperamento alegre de su hija de ocho meses.

Cuando el avión despegó, la desconocida niña y yo ya éramos amigos. Durante la siguiente hora recordé las lejanas pulsiones de padre primerizo: la placidez, el juego, el olvido, la risa, la contemplación, la sensación indescriptible de tener el dedo índice atrapado en una mano que se rehúsa a soltarte.

Apenas nos dimos cuenta cuando el avión aterrizó. Ella siguió sonriendo. Yo me fui dando cuenta, como tantas otras veces, que los episodios que se parecen tanto a la felicidad suelen terminar pronto. Así que regresé a mi habitual ceño fruncido, a la excesiva conciencia de lo indignos que hemos sido de la paz y de la buena fortuna.

Me despedí de mi amiga inadvertida en el pasillo del avión. Camino a la puerta de salida nos vimos una última vez mientras su madre caminaba de prisa por uno de los pasillos del aeropuerto. Aproveché esos últimos instantes para grabar en mi memoria sus grandes ojos azules y su mano en el aire queriendo apretar con fuerza la manga de mi camisa.

Fue inevitable preguntarme si aquella niña podrá seguir siendo tan feliz cuando se dé cuenta del triste mundo que su madre y yo le hemos dejado.

@desdeelfrio