La camioneta blindada se abría paso por la trocha insuficiente, y sus pasajeros no ocultaban entre ellos el temor que las amenazas habían instalado en sus ánimos desde hacía meses.

Cuando los asesinos interrumpieron su trayecto ya todos sabían que en pocos minutos serían un grupo de cadáveres más de los tantos que conforman nuestra tragedia.

De nada sirvieron las denuncias, las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo, las ineficaces medidas tomadas por el alcalde municipal de Suárez ni, por supuesto, la ineficaz presencia -confirmada o no- del Ejército y la Policía, que hasta hoy siguen asegurando que patrullan la zona para proteger la vida de los amenazados.

Karina García, la joven candidata a la alcaldía de Suárez, su madre y cuatro líderes sociales que trabajaban a su lado en la campaña, fueron las víctimas inermes de un asesinato anunciado. Y nos indignamos. Y nos sorprendimos. Y nos regodeamos con la tragedia ajena en nuestras conversaciones de cafetería. Y redactamos o leímos centenares de trinos y decenas de titulares de prensa. Y, algunos de nosotros, encontramos por primera vez en el mapa dónde rayos queda Suárez. Y eso ha sido todo.

Unos días después, nuestra atención se concentra alrededor de los sofisticados vestidos de Ivanka Trump, de la inexplicable decisión de James Rodríguez al contratar como su apoderado legal a un impresentable abogado, del desenmascaramiento de algún otro corrupto de pacotilla. Pero la muerte de Karina y, sobre todo, lo que implica para la vida de un país como este, se nos va olvidando en medio de la vorágine de nuestras medianas cotidianidades.

Tal vez esta indolencia se deba a que la masacre ocurrió en ese apartado sendero, a que los muertos trabajaban en una campaña a la alcaldía de un pueblo que nadie conoce, a que sus luchas eran las luchas de la gente pobre. A lo mejor si los hechos hubiesen ocurrido en la carrera Séptima de Bogotá, si el candidato muerto hubiese sido de apellido López o Uribe o Galán, si el personaje fuera objeto noticioso cada cinco minutos en los principales medios, aún estaríamos caminando en marchas solemnes, con antorchas de tristeza en alto y las lágrimas de los cocodrilos rodando por las mejillas.

Porque, a pesar de que los muertos de Colombia siempre provienen de las tierras de nadie, de los lugares que no reconocemos en el mapa, de los sitios en donde manda todo el mundo menos el Estado, solo nos movilizan los pocos que ponemos en las grandes ciudades, que es donde estamos los que nunca sabremos a ciencia cierta lo que en realidad significa la violencia.

@desdeelfrio