En virtud de la excelencia de nuestros escarabajos durante el Tour de Francia, especialmente del diestro y disciplinado Egan Bernal, resurgió en el país el amor patrio.

Epítetos van y vienen queriendo calificar al muchacho que alcanzó la gloria de ser “el primer latinoamericano en ganar el Tour de Francia y el campeón más joven de los últimos cien años”, y cuya victoria –como la de tantos entusiastas deportistas que triunfan tras un esfuerzo silencioso y usualmente apadrinados por el círculo familiar– pasó de inmediato a ser una victoria de la patria. De la patria, ese terreno al que se pertenece por nacimiento o por adopción, y al cual estamos ligados mediante símbolos cargados de significado. Es el universo de la infancia y el patrimonio ancestral, es idioma, es religión, memoria e identidad; es el legado gastronómico y musical, son los vínculos históricos y afectivos. Es el territorio irrenunciable por el cual, paradójicamente, nos convidan a morir llegado el caso. “¡Patria! Te adoro en mi silencio mudo / y temo profanar tu nombre santo; / por ti he gozado y padecido tanto / como lengua mortal decir no pudo. / No te pido el amparo de tu escudo, / sino la dulce sombre de tu manto; / quiero en tu seno derramar mi llanto, / vivir, morir en ti, pobre y desnudo.”

Con estos versos de Miguel Antonio Caro millones de colombianos fuimos iniciados en el amor, tan etéreo como cierto, que sentimos por el suelo en que nacimos y consideramos propio por el resto de la vida. Un amor indispensable, una especie de cordón umbilical donde confluyen los valores materiales y espirituales que sostienen nuestra identidad.

Ahora bien, es innegable que también los colombianos hemos visto ese concepto desplomarse hasta el fondo de un abismo donde imperan el miedo y la incertidumbre. La idea de patria, esa figura definida como una “suma de cosas materiales e inmateriales, pasadas, presentes y futuras, que cautivan la amorosa adhesión de los patriotas” ha sido incesantemente convocada para reclutar las masas en función de enfrentar un enemigo. En consecuencia, ese conflicto prolongado –y sostenido indistintamente por ideologías de izquierda y de derecha–- ha generado la constante violación de los derechos humanos y el velado y sistemático genocidio que el país ha soportado estoicamente; de ahí que, para cualquier ciudadano, la patria es impunidad, es pérdida, desencuentro, corrupción, negligencia e indolencia.

Ante tanta desesperanza, era natural que el amor patrio resurgiera cuando las notas del himno nacional sonaron en la dorada tarde estival de los Campos Elíseos, justo en el momento en que Egan Bernal estaba en lo alto del podio. Es comprensible que, de inmediato, el triunfo fuera arrogado a ese inasible llamado patria; un ideal que reverdece ante los logros de un colombiano de bien, y que, aunque sea solo por momentos, consiguió unir a una nación polarizada de manera irracional en torno a muchos infames.

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