Busetas pitando con su respectivo hombre colgado de la puerta, puentes peatonales sin pintura, policías mirando sus celulares, avisos de detección electrónica, cráteres en el asfalto, humo negro saliendo de los escapes y la correspondiente nube de polvo en la arenosa. Faltan pocos minutos para que comience el partido de la tricolor y estamos atrancados en el esplendor de la circunvalar.

Sabemos que nos estamos aproximando al estadio porque en cada costado de la carretera vemos camionetas encaramadas en cada hueco que encuentran, tomándose el espacio público como parqueo improvisado con el visto bueno de los cuidanderos de vehículos que agitan sus trapos rojos como si fueran tiempos liberales. El corazón se me agita con el temblor en bajo que producen las tribunas a lo lejos y me emociono porque desde el mundial del 98 no veo a la selección en carne y hueso. En esa oportunidad, aunque perdimos contra Rumania en Lyon, de la mano de mi padre pasamos felices, primero, porque -como de costumbre- mi padre consiguió las boletas regateándole a un árabe a las afueras del estadio minutos antes de que resonaran los himnos y, segundo, porque sentir el calor humano colombiano desde el extranjero y en un mundial de fútbol es una experiencia irrepetible.

Nos bajamos del taxi en búsqueda del metropolitano, enseguida aparecen olas gigantescas de camisetas amarillas con tapabocas; una muchedumbre tricolor en medio de un calor caribeño sofocante y un carnavalero desorden humano. Confusamente buscamos la fila para entrar al recinto. Nos equivocamos varias veces por la falta de señalización. Los únicos que nos ayudaron a entender la dinámica de la anarquía son los vendedores ambulantes que parecían más numerosos que los mismos hinchas. Finalmente, entre policías a caballo y antimotines que trataban sin éxito de ponerle orden a la desorganización, encontramos la correcta cola para poder ingresar. En medio de esta, algunos empujones sumados a nuestra violenta idiosincrasia hacen que observemos algunas fricciones entre hinchas. Al llegar al primer filtro, sacamos nuestras boletas y nuestros carnés de vacunación y cédulas, pero solo nos escanean los tiquetes. Una persona de la organización gritaba con fuerza “¡corran que a esta hora las sillas reservadas ya no se respetan!”. Quedamos atónitos del descaro y del correspondiente movimiento de masa que creaba la misma organización del evento. Un cóctel folclórico de irresponsabilidad.

Tras otras incoherencias, y sin que nos pidieran en algún momento la prueba de vacunación, logramos reposarnos en nuestras sillas. Entran las alineaciones al campo, los vendedores de cervezas hacen su agosto, los niños del vallenato interpretan el himno nacional, Barranquilla en efervescencia. El árbitro no ha pitado el inicio del partido pero ya le caen insultos, como para “aflojarlo”, dirían algunos. La selección no brilla, no tenemos gol y empatamos contra un equipo paraguayo bien flojo, pero volvimos a disfrutar del deleite de la frustración futbolera, volviendo también a encontrarnos con estadios repletos de patriotismo, siempre soñando con goles en mundiales.

@QuinterOlmos