Como decía Popper, cuando una utopía sale mal, por necesidad no puede ser culpa ni de la utopía, ni de aquellos que quieren ponerla en práctica. Cuando las utopías se vuelven horrores hay que buscar enemigos externos o internos. Así, cuando pones en marcha el socialismo en Venezuela y acabas convirtiendo el país en un bebedero de patos, la culpa no puede ser ni del profeta (Marx), ni del Evangelio (el socialismo), ni del Salvador (Chávez). La culpa ha de ser de alguien malvado que nos ha hundido. Los gringos imperialistas, el FMI rapaz, los españoles que nos pervirtieron en la Colonia, los capitalistas internacionales que viven para hacernos la vida imposible.

Esta opción de los ricos que conspiran para dominar el mundo es interesante para reflexionar sobre los países que funcionan, los que no y por qué. Pongamos el ejemplo comparado de Colombia y España. El hombre más rico de Colombia es Luis Carlos Sarmiento. Su fortuna estimada por Forbes es de unos 11.000 millones de dólares. El de España es Amancio Ortega. Su fortuna para Forbes es de 66.000 millones de dólares. Según el FMI, el PIB de Colombia es de 336.599 millones de dólares, el de España de 1.429.140 millones de dólares. Si hacemos una rápida cuenta, sale que la riqueza de Sarmiento equivale al 3,26% del PIB colombiano y la de Ortega al 4,61% del PIB español. Sin embargo, en Colombia todo aquel al que preguntes te dice que quien realmente manda detrás de los aparentemente todopoderosos políticos es Sarmiento, mientras que en España nadie cree que Ortega tenga ningún poder político significativo. ¿Por qué suponiendo ambos hombres un tanto por ciento similar de la riqueza de sus países a uno se le atribuye un poder político omnímodo y al otro uno inexistente?

Varias opciones: primera, porque efectivamente uno tiene el poder que se le supone y el otro no; segunda, porque uno es un país que no funciona y el otro sí, con lo que en uno hay que echarle la culpa a alguien (¿recuerdan, el rico malvado que conspira?) y en el otro no es necesario buscar enemigos. Si aceptamos la primera opción, habría que plantearse por qué uno tiene el poder y el otro no. La respuesta sería que en uno la institucionalidad es frágil y susceptible de ser controlada por el dinero, mientras que en el otro no. Moraleja: si quieres una democracia resistente al capital necesitas instituciones fuertes. Si aceptamos la segunda opción, no queda sino reconocer que tal vez Colombia no es un país menos desarrollado de lo que podría ser por culpa de los gringos o de los supuestos ricos malignos, sino por una suma de causas mucho más complejas que echarle la culpa a un sólo señor por muy rico que éste sea. En definitiva, que ni los ricos son tan influyentes como se les suele atribuir, ni, aunque lo quieran, lo pueden ser si la institucionalidad del país es sólida. Con lo que no hay que tener una actitud negativa e ir contra los ricos, sino una positiva y construir instituciones fuertes.