Ayn Rand fue una mujer que, como diría el ínclito presidente que tuvimos en España y que recientemente dedicaba sus ratos libres a enredar el conflicto venezolano, resulta discutida y discutible. Los hay que la aman y los hay que la detestan. Su pensamiento es tan fuerte que unos chiflados han llegado a fundar una iglesia satánica que proclama textualmente que sus puntos de vista políticos son, en esencia, la filosofía de Ayn Rand con ceremonial añadido. Recuerdo ahora una entrevista que le hicieron y en la que le preguntaban abiertamente cómo sobrellevaba la pérdida de su marido teniendo en cuenta que ella era atea confesa. La respuesta fue sincera y directa: era atea, sí, y no creía que fuera a volver a ver a su marido fallecido, ni que hubiera nada más allá de la muerte, ni Dios, ni Diablo, ni premio o castigo eterno. Era atea y, como atea que era, sólo creía en el hombre. Creía que estamos solos. Abandonados a nuestra suerte. Teniéndonos solamente unos a otros. Era atea. Insistía. Y, por eso precisamente, amaba al ser humano como la increíble criatura que débil y desnuda había sido capaz de salir de las cavernas y construir una civilización en la que personas como ella, entre otras muchas cosas excepcionales, podían permitirse ser ateas. Cuando le preguntaban si no se admiraba ante la grandeza de lo eterno, de lo celestial, de las estrellas, ella respondía que se admiraba sí, pero no ante la grandeza de ninguna estrella, sino ante la grandeza de los rascacielos. ¿Por qué? Porque esos los habíamos construido nosotros. Los hombres. Con nuestra fuerza, voluntad y tesón. Sin necesidad de dioses ni de magias.

Ayn Rand era una firme defensora del libre mercado y del egoísmo como motor del mundo. Defendía que por muy pobre que se fuera en un país capitalista, ese pobre vivía mucho mejor que un ciudadano medio de un Estado socialista. Rand suele ser hoy utilizada como referente por gran parte de la derecha estadounidense más amante de la no intervención del Estado en la vida pública. Generalmente, esa derecha acostumbra a ser simultáneamente amante de la religión. Olvidan que Rand era atea. También suelen ser admiradores de Ronald Reagan, de quien Rand consideraba que era un idiota. No era la única. Como le dijo a la cara con enorme gracia Don Rickles al por entonces gobernador de California en un espectáculo organizado por Dean Martin: “Blancos, negros, judíos, gentiles, todos juntos nos preguntamos: ¿cómo ha llegado usted a ser gobernador?”

¿Tenía Ayn Rand razón? Le solían preguntar si podía demostrar la inexistencia de Dios. Acostumbraba a responder que no era ella quien debía probar la fe de los otros, sino esos otros los que debían probar dicha fe. Y convencerla. Si podían. En ocasiones uno mira al cielo. Ve las estrellas brillantes. Y, como esa diminuta mujer, no puede evitar bajar la mirada y comprobar que los rascacielos brillan mucho más. Brillan muchísimo más. Y, sin embargo, que fríos que son los malditos.

@alfnardiz