Estamos sentados frente al mar Caribe en Riohacha, disfrutando de un tiempo de contemplación y un diálogo muy profundo. Alcy, cual probada entrevistadora, empieza a preguntarme sobre mi niñez y la manera en que fui formado. La miro con ternura, y abro el corazón, sabiendo que este es un mar, en el que sumergirse genera alegría y melancolía por los tiempos idos.

Lo primero que le cuento es que nací y crecí en un barrio que parecía una gran familia, donde la calle era una extensión del patio y todos nos conocíamos. Nuestros padres eran amigos o vecinos que compartían muchas de las batallas existenciales. Existía una relación cercana que nos brindaba una diversidad de referentes de vida.

Le relato con calma cómo me formé en ese barrio. Allí aprendí que no se puede vivir sin creer en uno mismo, que es esencial confiar en nuestras habilidades y capacidades, y que los obstáculos deben superarse con inteligencia y firmeza, pues siempre habrá algo que aprender de ellos. En los juegos de la calle entendí que en la vida siempre habrá personas que nos inspiren y otras que nos desanimen; quienes creen en nuestro potencial y quienes dudan de nuestro futuro; quienes se unirán a nosotros para alcanzar lo soñado y quienes solo sabrán poner dificultades, creyendo que nuestro triunfo es su derrota.

Aprendí que no siempre agradaremos a todos y que no faltarán quienes se burlen de lo que somos y de lo que podemos lograr. Le conté que tuve sobrenombres que a veces no me gustaban, que recibí insultos por ciertas características, y que me enfrenté a algunos “matoneadores” que, sintiéndose inferiores, necesitaban demostrar su fuerza a cada momento. Eso no me quebró, sino que me fortaleció, porque siempre podía regresar a casa y, en el foro que se formaba alrededor de la mesa, expresar mis miedos, mostrar mis heridas y compartir mis pensamientos. Allí, mi papá y mi mamá me daban esas palabras firmes que disipaban mis temores, la ternura que curaba cualquier magulladura, y las frases que aclaraban mis dudas o reforzaban mis convicciones. Ellos me enseñaron a amarme y a resolver los problemas desde ese amor, sabiendo que los demás no son enemigos, sino compañeros que, como yo, también están perdidos en el laberinto de la vida.

Mientras le respondía volví a estar en la calle 12 del Barrio Olivo en Santa Marta recorriendo experiencias vividas, que están grabadas en la memoria y en el corazón; y que me hicieron ser este ser humano que hoy soy. Afortunadamente, crecí en ese barrio. Nada era ideal, pero todo estaba impregnado de amor. Ella, que me escuchaba con atención, sonrió, y yo di gracias por todos esos tiempos idos.