Los impuestos hay que pagarlos. En Colombia constituyen aproximadamente el 80% de los ingresos corrientes del Estado y un 20% del PIB, a pesar de nuestra baja capacidad de recaudo, los altos índices de informalidad económica y una recurrente evasión fiscal. Está claro que cumplir con las obligaciones tributarias es un deber ciudadano que conviene atender, sin embargo, ciertamente a nadie le gusta pagar impuestos y probablemente, puestos a escoger, la mayoría de nosotros preferiría pagar menos.

Es posible que esa sensación esté apuntalada por el pobre retorno que perciben algunos ciudadanos, que entienden que esos impuestos, que con tanto trabajo se honran, terminan dilapidados o malgastados sin que supongan beneficios tangibles. Lo cierto es que muchos colombianos, que cumplen con su deber, se ven pagando por su cuenta varios servicios que el Estado supuestamente debería suministrar, y por los que los trabajadores formales ven disminuidos sus extractos de nómina mes a mes.

Ese conjunto de gastos conforma lo que podría denominarse como los impuestos duplicados. Los ejemplos más simples pueden entenderse revisando el sistema de salud pública y las condiciones de seguridad que nos brinda el Estado.

A todos los colombianos que tenemos la suerte de poder trabajar nos descuentan un monto mensual como aporte a la salud. Ese descuento no es menor y no es opcional. Sin embargo, todo el que pueda preferirá contar con un seguro privado o con un esquema de medicina prepagada, que supone un desembolso importante, superior al impuesto original. Al final, los que pueden, terminan pagando una millonada por procurarse una atención de salud respetable.

Lo mismo sucede con la seguridad ciudadana. Se nos va una fortuna pagando impuestos de renta, IVA e incluso tenemos que pagar una tasa específica para tal efecto en los recibos de servicios públicos, pero el Estado es incapaz de brindar un entorno seguro para todos. Entonces, tenemos que poner rejas, contratar celadores, activar alarmas, asegurarnos contra el hurto, resguardarnos en espacios controlados, condicionar nuestras vidas y, sobre todo, vivir con la zozobra del peligro rondando.

Si a todo eso le añadimos que no se puede confiar en el transporte público (toca procurarse un carro apenas se pueda), que las carreteras son un desastre (toca montarse en un avión), que los colegios públicos no alcanzan (toca vaciar la cuenta bancaria para pagar uno privado) y otro sinfín de cosas que responsablemente deben asumirse por cuenta propia; se comprende la animadversión y el rechazo. La ineficiencia del Estado nos cuesta una fortuna. Saquen la cuenta.

moreno.slagter@yahoo.com