En Colombia no existe la monarquía, pero en Barranquilla anualmente compiten por una corona. Y aspirar a esa sí que cuesta. Ser reina del Carnaval es más que mover las caderas. Es renunciar, por siete meses, a la vida para cumplir una agenda llena de compromisos.
De acuerdo con algunos de los requisitos, las aspirantes deben (además de saber bailar) tener entre 20 y 25 años, ser profesionales y haber nacido en la capital del Atlántico. Y aunque se cumplan todos estos factores, hay otro que es definitivo: el económico. Al menos en los últimos 30 años, las reinas vienen de la élite atlanticense.
Es común que cada año se presente la misma discusión: que por qué una niña con buenos ingresos económicos es la escogida, que deberían darle la oportunidad a una “clase media” (como si el sabor distinguiera estratos). Se crea entonces una división de “clases” y una mala competencia entre mujeres que tienen el mismo sueño: gozar y llevar el carnaval a cada rincón de la ciudad.
Hagamos el ejercicio: tan solo pagar sus vestuarios, maquillaje y peinado sale demasiado costoso. Y aunque poco, casi que nunca, se habla de dinero, en 2018 la revista +Negocios (+N) de El Heraldo reveló que la soberana del Carnaval, durante siete meses de reinado, gastaría en arreglo personal, clases de baile y demás $82.150.000.
Si se tiene en cuenta que ser la soberana del carnaval cuesta más de 80 millones de pesos, ¿puede entonces una chica “clase media”, como le dicen, costearlo? ¿Bastarían los aportes de los patrocinadores para cubrir la cantidad necesaria, o al menos gran parte de los gastos? No es un secreto que el dinero termina siendo, definitivamente, un factor determinante al momento de la elección.
El dinero no debería ser el requisito principal para ser reina del Carnaval, pero así es y lamentablemente aquella que lleva el carisma a cada verbena de barrio, derrocha ritmo y alegría durante cada desfile en la vía cuarenta, no es la más apta, porque la corona –que también es símbolo de unión y gozadera- se gana más con plata, no solo con talento.
Estefanía Pardo Donado