Estaba preparado para darle el beneficio de la duda al programa económico de Gustavo Petro. Hasta ahora, al fin y al cabo, el candidato no ha pasado de eufemismos nebulosos como “democratizar la economía”, cuya vaguedad, sin duda, es intencional: nadie puede alarmarse mucho frente a algo que no sabe qué quiere decir.

Pero eso cambió el viernes, al oírlo referirse a Incauca, un importante ingenio azucarero. Sería “bonito”, dijo, que su propietaria, la Organización Ardila Lülle, le entregara la tierra al Estado, “para que el Estado empiece a entregarla al pequeño y mediano productor agrario”. Luego, reaccionando a la polvareda que levantó, corrigió y dijo que no hablaba de expropiar, sino de comprar el ingenio a un “precio justo”.

Lo de “precio justo” es una señal de alerta. En un mercado funcional no hay precios “justos”, ya que el valor de las cosas es subjetivo. Una Coca-Cola en una tienda y la afamada “última Coca-Cola del desierto” son el mismo líquido en la misma botella, pero estamos dispuestos a pagar mucho más por la segunda, ¿por qué? Porque la valoración del producto es el resultado de muchas circunstancias: la sed que tengamos en ese momento, la disponibilidad de otras bebidas, qué tanto calor esté haciendo y un infinito etcétera.

Siempre que un socialista hable de “precios justos”, sépase que se refiere a intervenir el mercado para asignar los que a él le parezcan adecuados, algo que suele salir calamitosamente mal. La penosa escasez de mercancías en Venezuela nació precisamente de una genialidad chavista llamada así: “Ley de Precios Justos”.

Pero más allá del precio, Petro supone, sin ninguna evidencia, que tomando tierras que hoy son productivas y cediéndolas a otros para ser explotadas –es decir, entregándolas a un futuro incierto– obtendrá resultados socioeconómicos superiores a los actuales. Estamos viendo, en vivo y en directo, un ejemplo perfecto de lo que Friedrich Hayek llamó “la fatal arrogancia”: la idea de que una persona, o un grupo de ellas, cuenta con suficiente conocimiento como para planificar una economía con mejores resultados que los que surgen del intercambio libre y espontáneo entre los individuos de la sociedad.

Al candidato no parece importarle que intentos similares de organizar los mercados y los medios de producción “desde arriba” han fracasado una y otra vez en todo tipo de sociedades. Tampoco que con el desmantelamiento de una firma como Incauca se extraviaría un cúmulo de conocimientos y experticia que son capital humano valioso de la región. Ni que miles de trabajadores se quedarían sin empleo. Lo que le importa es aprovechar el poder del Estado para promover la engañosa visión de que este debe “redistribuir la riqueza” quitándosela a los ricos para dársela a los pobres.

Pero para distribuir riqueza –suponiendo que eso fuera deseable– primero hay que crearla. Acosar a quienes lo hacen, a cambio de unos votos motivados por la envidia, será políticamente efectivo, quizás, pero económicamente ruinoso. Los mayores perjudicados serán los mismos pobres a los que dice querer ayudar.

@tways