Algunas personas sintieron violado su derecho al voto secreto en las consultas del 11 de marzo al enterarse de que las cédulas de quienes solicitaban el tarjetón de Petro y Caicedo, eran anotadas en una lista, mientras que las de quienes pedían el de Duque, Ramírez y Ordóñez, se anotaban en otra. ¿Fue un procedimiento inocente o hubo una intención deliberada de clasificar a los votantes entre izquierda y derecha? Ajeno a las teorías conspirativas, me inclino por lo primero.

No obstante, no hace falta creer en conspiraciones ni en el “empadronamiento ideológico”, como llamó el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal al mecanismo de las dos listas, para darse cuenta de que el voto, hoy por hoy, ya no es secreto.

No es que nos estén espiando al momento de marcar el tarjetón, sino que nosotros mismos, a través de nuestra actividad en redes sociales, telegrafiamos minuto a minuto nuestras preferencias políticas.

Las noticias de los últimos días revelaron cómo la enigmática firma Cambridge Analytica usó información de los usuarios de Facebook para adelantar una exitosa campaña a favor de Donald Trump en las elecciones de su país. Quizá una madre soltera cristiana en un pueblo de Arkansas, con un sueldo insuficiente para cubrir el tratamiento de ortodoncia de su hijo menor, fuese especialmente receptiva al mensaje patriotero de Trump. Cambridge Analytica sabía como hacerle llegar ese mensaje a esa madre con la precisión de un misil teledirigido.

Esa misma tecnología que permite vendernos un candidato permite develar, con bastante certeza, por quién hemos votado. Es solo cuestión de análisis de datos.

¿Y eso qué?, se preguntan algunos. La respuesta es que cada quien debe decidir si esa invasión de la privacidad le preocupa o no. Yo pienso que una cosa es que haya activistas u opinadores públicos a quienes no nos molesta revelar por quién vamos a votar; pero otra cosa es que agencias privadas o estatales puedan tener acceso a una base de datos con el voto de cada individuo en la sociedad.

El potencial de hacer daño es enorme. En los países totalitarios del siglo pasado, que disponían de menos tecnología de espionaje que la que hoy tiene cualquier agencia de marketing, era habitual premiar a quienes no gustaban del régimen con vacaciones gratuitas en un resort siberiano de trabajos forzados. Pero no vayamos tan lejos. En 2004, el gobierno de Hugo Chávez usó la infame ‘Lista Tascón’ para castigar a quienes habían votado en su contra en el referendo revocatorio. Quienes figuraban en ella fueron objeto de humillaciones y hostigamientos. Algunos sufrieron dificultades para obtener dólares o sacar un pasaporte. Miles de empleados oficiales perdieron su trabajo.

Si todos los gobiernos fueran benévolos y honestos, no tendríamos que preocuparnos por estas cosas, pero no vivimos en un mundo de arcángeles. En manos de un régimen malintencionado, la clasificación ideológica de la ciudadanía podría servir de base para un macabro sistema de control social. Quien no se aterre ante eso no ha leído suficiente ciencia ficción.