Recuerdo cuando le conté a mi madre que había estado en el club Hebreo y en una Sinagoga, su extrañeza y su prevención, lo mismo que volvió a sentir cuando supo que el padrino de bautismo de su nieta era un árabe. Un ‘moro’, como los llamaban en aquella España del Nacional Catolicismo donde, cuando pasábamos con el colegio delante de una iglesia protestante, las monjas nos hacían bajar de la acera, como quien huye de algún peligro. Afortunadamente, desde hace más de 40 años, reina la sensatez y la ecuanimidad con una democracia ejemplar en la alegría de la libertad y la tolerancia.

Este tótum revolútum de recuerdos me asalta en la referencia ya cercana de los 72 años del crimen contra la humanidad que fue el holocausto judío, aquel horror, la historia lo tiene que mantener en sus primeras páginas. Porque cada día habrá menos sobrevivientes tanto de las víctimas como de los verdugos.

El historiador Santos Juliá de la generación de los que no conocimos la guerra y nacimos en la paz dictatorial, comentaba: “Una sociedad democrática debe cargar con todos los muertos y dar libre curso a todas las memorias y mantener espacios públicos para el estudio y la reflexión sobre todo lo acontecido en el pasado de guerra”.

Y en estos tiempos en que pareciera que una ola racista nos podría llegar desde Norteamérica, es necesario mantener la memoria. Y se impone recordar y actuar contra la intolerancia de los totalitarismos, contra las fobias racistas, con las armas de la justicia, la fuerza de la razón, la dignidad humana y la solidaridad entre todas las razas y todos los pueblos. Acudamos a la fuerza de la paz.