La aprobación de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en el Congreso tiene ciertos parecidos con la aprobación de la reelección de Álvaro Uribe. Ambos procesos tuvieron como justificación acabar con las Farc. Ambos descuadraron los equilibrios que estipula la Constitución para garantizar la armonía entre los poderes y el funcionamiento de la justicia. Y ambos se llevaron a cabo por métodos cuestionables. Pues, ¿qué diferencia hay entre la ‘yidispolítica’ –castigada por la Corte Suprema– y el ultimátum del presidente Santos, amenazando con expulsar del gobierno a quienes no apoyaran la JEP, lo cual, en la práctica, significa retirarles cuotas burocráticas y sacarles la cuchara del frasco de mermelada?

La diferencia es que en el primer caso hubo investigaciones y hasta cárcel, mientras que el segundo ha sido interpretado por los guardianes de la opinión pública como ‘normal’. Las mismas voces que censuraron en su momento la reelección –más por antiuribismo medular que por preocupación sincera por la carta magna– hoy aplauden que, con idénticos recursos, se haya concebido una distorsión institucional mucho peor. Pues no nos quepa duda de que la JEP tendrá, para la justicia colombiana, el efecto de un encontronazo con un asteroide. (Algunos dirán que tampoco es que hubiera mucho que valiera la pena proteger del impacto).

La otra diferencia importante es que la reelección presidencial fue derogada, mientras que la JEP, y el resto del acuerdo con las Farc, acaban de ser ‘blindados’ por la Corte Constitucional por tres periodos presidenciales. Visite el lector en estos días el pabellón de maternidad de una clínica: esos recién nacidos serán casi adolescentes cuando Colombia vuelva a ser libre de tomar sus propias decisiones sin pasar por el tamiz del Acuerdo Final. O quizá no lo vuelva a ser nunca: bien sabemos que en nuestro país no hay nada más permanente y expansivo que lo transitorio.

En esos doce años muchas cosas cambiarán en el mundo. Almorzaremos carne de laboratorio cultivada de células madre, los cielos de las ciudades serán surcados por drones llevando artículos a domicilio, buena parte de nuestra energía eléctrica provendrá del sol y tal vez habremos encontrado un tratamiento efectivo contra el cáncer. Pero Colombia, como una yudoca inexperta sujetada contra el suelo por una contrincante incansable y tenaz, seguirá atrapada en el enredalapita del acuerdo con las Farc. Un texto de consulta indispensable para el funcionamiento del país hasta 2030 (o más).

Sería tragicómico, por otra parte, que el fallo de la Corte le hiciera un daño colateral a los amigos del Acuerdo. Todos los que aspiran al Congreso o a la Presidencia en 2018, como Humberto de la Calle, Roy Barreras, Juan Fernando Cristo o Claudia López, han argumentado que el país los necesita porque necesita líderes que garanticen la defensa del proceso con la guerrilla. Pero ellos mismos aseguraron esta semana –en tono triunfal y a veces revanchista– que la armadura que la Corte le aprobó al Acuerdo lo vuelve prácticamente intocable. Por lo que muchos colombianos concluirán que, habiendo quedado tan admirablemente protegido, se hace redundante votar por alguien que lo defienda. Y se sentirán tranquilos eligiendo a otros candidatos.

@tways / ca@thierryw.net