Colgando de un clavo en un rincón de la despensa estaba el canasto de la compra, el preferido entre muchos, porque era el que yo le llevaba a mi madre los sábados, cuando la acompañaba al mercado público de la calle de Las Vacas.
Era casi un ritual, una costumbre que se repitió por muchos años. Nos íbamos en coche: mi madre, en el asiento trasero, y yo (qué ironía) de copiloto del cochero. Al llegar, lo primero que hacíamos era recorrer las “colmenas”, pequeños cubículos ubicados bajo las arcadas donde se conseguían peines, ropa para niños, ganchos para el pelo, sostenes, calzonarios, poncheras y platos de peltre con florecitas de colores, hasta trompos, bolitas de uñita, yoyós, maracas, chicharras y vejigas para los cumpleaños.
Luego, entrábamos al mercado propiamente dicho a hacer la compra: la carne, en las llamadas “piedras”, donde el rechinar de los cuchillos nos transportaban a los tiempos de los gladiadores romanos. En la sección de las especias, el penetrante olor de la pimienta se entreveraba con el de la canela en raja. Y aún faltaban los abarrotes, el queso blanco chuichui de Leonibé, el bastimento y la costilla para un buen sancocho.
Y todo venía empacado en bolsitas de papel de diversos tamaños y de un color marrón claro, que para abrirlas había que sacudirlas como quien baja un termómetro, y hacían un sonido peculiar. Y pasó el tiempo y cayeron en desuso las bolsitas ante la deslumbrante novedad del plástico, hasta cuando finalmente nos concientizamos del irreparable daño que habíamos hecho.
Y hoy volvemos a las bolsitas, como a tantas otras cosas que un día fueron y ya no son, pero que no están exentas de volver. Y el canasto de la compra, relegado en un rincón del cuarto de San Alejo, revivió y es hoy nuevamente: el rey del mercado.
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