Compartir:

En estos tiempos del coronavirus, ha sido paradójico y lamentable observar que a la enfermedad del poder solamente la detiene el poder de la enfermedad; y llama poderosamente la atención que quienes han posado de arrogantes y obstinados es en este irremediable trance cuando se doblegan amorosa y humildemente al poder y a la infinita bondad del Dios supremo.

Bien sabido es que el poder del hombre, generalmente, se utiliza para alcanzar y acumular riquezas; y lastimosamente, a medida que se consigue, es como la droga, se quiere más y más, y nunca alcanza para saciar su cuerpo ni su mente.

La enfermedad del poder es mucho más grave que muchas otras que se consideran de sumo cuidado.

Quienes son contagiados por el virus del poder sufren diversos síntomas, de los cuales el que más incide es la pérdida de conciencia y el sentido común, donde los enfermos suelen apartarse de la realidad para vivir en su propio mundo, porque, muchas veces, adoptan posiciones que en lugar de curarse potencian su enfermedad.

En ese cuadro crítico de arrogancia, egocentrismo y soberbia, aparece el síndrome de “los delirios de grandeza”, que terminan siendo esclavos de su propio poder y dominados, además, por la inclemencia de sucesos imprevistos de los que nadie está exento de padecer en este mundo y que nos obliga a revaluar nuestras actuaciones en la vida, que reprenden, de alguna manera, nuestros pensamientos y nuestra relación con el prójimo.

Pero más allá de la enfermedad del poder se hace imperiosamente necesario tomar todas las medidas preventivas para evitar un contagio mayor y contribuir, entre todos, a que retornemos, lo más pronto posible, a la normalidad de los días, porque la debilidad del ser humano nos está demostrando que el tiempo del mundo le está ganando la batalla al tiempo de la vida y es por eso que debemos ser más solidarios y compasivos para ganar la guerra de nuestra propia existencia y vivir en armonía con las provisiones de nuestro creador.

Roque Filomena Angulo