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«Soy dos personas en una… Esthercita, la que el público conoce, ama y atiende, y Esther Forero, la que pocas personas conocen bien, llena de nostalgias, muy sufrida, introvertida y que sueña mucho», leí en la página 21 de una investigación literaria que llegó a mis manos en plena prepotencia del coronavirus y que me permitió aprehender el universo de la llamada “Novia de Barranquilla”, una presencia que Daniella Cura trasciende en su libro ‘Esther Forero, la caminadora’, ubicando en otra dimensión a esa mujer que ha reinado sin corona en tantos carnavales.

Me quedé pensando y me dije: “Así somos nosotros y de esa dualidad es de la que siempre nos disfrazamos en el Carnaval”. En él regresamos a las culturas de África, de la América indígena y de la vieja Eurasia, entronques principales de nuestra personalidad caribe. Ellas se concretan en la cumbia con la percusión de los tambores, la melodía del millo y la coreografía de las parejas, alrededor de máscaras de insectos y peces, de aves y cuadrúpedos, que enriquecen la naturaleza de la que procedemos.

Ahora sabemos que en ‘La Guacherna’, interpretada por Los Vecinos, está Esthercita invitándonos a bailar y, también Esther Forero, universal, la de ‘Sin lugar en el cumbión’ y ‘¿Por qué lloras, José Modesto?’, motivándonos a sentir y pensar las injusticias sociales y a ejercer su crítica durante los cuatro días del Carnaval. «Nosotros los latinoamericanos tenemos que encontrarnos», dice esta embajadora de la música colombiana.

Ahora que esto escribo, debíamos estar con los faroles encendidos bailando y caminando por las calles de nuestra bella ciudad de la que Esther Forero describe su carnaval en el disco ‘Érase una vez en la Arenosa’. El año pasado gozamos la última Guacherna, cuando ya en Asia y Europa se enseñoreaba el coronavirus. Pensamos que se trataba de una epidemia tan propia del mundo viejo que nos atrevimos a gozar el último carnaval. Pero alguien en Wuhan destapó la caja de Pandora y de ella se salió esta pandemia haciendo real-real la globalización.

En 1898 se suspendió el Carnaval, a raíz de la guerra de los Mil Días. Heriberto Vengoechea, jefe civil y militar, al que llamaban “el General Carajo”, lo resucitó con Joselito en 1903 creando la Batalla de Flores para reemplazar la de la guerra, epidemia que dejó más de cien mil muertos. Ahora se vuelve a suspender por la guerra que el coronavirus desencadenó y estamos librando la batalla contra la amenaza de su aliada, la covid-19, que nos tiene recluidos en casa y apenas disfrazados con el imprescindible tapabocas.

El año entrante volveremos, confiando en Dios y anhelando que el dios Momo prenda otra vez la fiesta. Espero que esta de hoy, lágrima furtiva, se convierta mañana en risa de felicidad por la vida y por la comprensión entre nosotros, la comunidad humana y la madre naturaleza que nos nutre. El Carnaval siempre será ese necesario encuentro con nuestra propia esencia. En sus cuatro días somos miembros de la comunidad universal festiva, a la manera del decir de W. Faulkner en su novela ‘Pylon’: «Para bailar no se necesitan presentaciones. Todos somos hermanas y hermanos. Miembros de una fraternidad del camino, algunos por corto tiempo, otros para siempre».

Joaquín Rojano de la Hoz

sociologojoaquin@gmail.com