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Tenía tan solo nueve años, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Me encontraba con mis padres y mi hermana en el aeropuerto de Miami esperando el avión que nos llevaría de regreso a Barranquilla luego de unas cortas vacaciones por la tierra del Tío Sam.

La espera se hacía larga y tediosa, por lo que mi viejo y yo decidimos dar un paseo por las instalaciones del terminal. A tan solo unos pasos veo que mi padre se acerca a donde un joven flaco de unos veinte y tantos años, y como con tres metros de altura, quien sujetaba una pelota de baloncesto en una malla y un pequeño morral. Yo me quedé perplejo al ver la escena, mi papá hablando con un gringo de tú a tú. –Carajo, ¿y de cuándo acá el cucho habla inglés? –me pregunté. Porque para mí era claro que un gigante de esos tenía que ser norteamericano.

De lejos vi cómo charlaban como grandes amigos y reían a carcajadas, por lo que decidí acercármeles y comprobar con mis oídos lo que mis ojos no podían creer. Al verme, mi padre nos presentó diciendo: “Ernesto, este es mi hijo Antonio Javier, quiere ser futbolista para ver si algún día nos saca de pobres”. El gigante respondió: “Ñerda, viejo man, aquí tu viejo me dice disque tú eres tronco de calidad”, y sacando la pelota de baloncesto agregó: “Pa’ ve, muéstrame tus dotes, hazte unas pinolitas ahí aunque sea”. Su vocabulario y acento me despejaron de toda duda, el tipo era más barranquillero que el arroz de lisa. Tardé unos segundos en procesar lo que dijo mientras tomaba el balón y cumplía con su pedido.

Él (el gigante) y yo, jugamos a la par como dos colegiales durante más de media hora, y en mi mente tengo retratadas las caras de los pasajeros y transeúntes que veían asombrados a un tipo con talla de jugador de baloncesto jugar con un niño chiquito y barrigón. El ‘partido de futbol’ terminó cuando la pelota casi revienta un vidrio de un aviso y un guardia con cara de pocos amigos, acompañado de un perro, nos requisó hasta los pensamientos.

Al escuchar el anuncio de nuestro vuelo nos despedimos. El gigante me tomó de los brazos y me cargó hasta lo más alto que pudo, y al soltarme me frotó la cabeza diciéndome –espero verte en unos años como centro delantero del Junior–. Yo asentí, pero dicha promesa jamás la pude cumplir.

Al marcharnos le pregunté a mi padre: “Papi, ¿quién era ese señor amigo tuyo?”. Mi papá me contestó con la espontaneidad que le caracteriza, “nombe, mijo, ese man no es amigo mío, él es Ernesto McCausland, un pelao que es periodista de EL HERALDO y cuando lo vi decidí ir a saludarlo”.

Al enterarme de la muerte de Ernesto no recordé al gran periodista, ni al excelente escritor, ni al recursivo cineasta que fue. No, nada de eso vino a mi mente, y por el contrario recordé al ser humano sencillo que sin ínfulas de grandezas recibió a mi padre como un viejo amigo y que jugó fútbol conmigo en un aeropuerto internacional sin importarle el qué dirán.

Ernesto McCausland era un gigante, pero no solo de estatura, sino de corazón. Espero algún día terminar ese partido que empezamos hace treinta años, esta vez en una cancha sagrada.

Antonio Javier Guzmán
ajguz@yahoo.com