Ese coraje de ser firmes y, al mismo tiempo, abrir la puerta al perdón es lo que falta en Colombia. Petro puede hablar de la fuerza en escenarios internacionales, pero aquí seguimos lejos de una mano firme que proteja y de un liderazgo que nos acerque a la reconciliación.
Lo que pasó con Kirk va más allá de él: es el síntoma de una sociedad que prefiere eliminar al distinto antes que escucharlo, que castiga la palabra incómoda y permite la violencia. Si el debate muere, la democracia muere con él. Y lo que ocupa su lugar nunca trae justicia, solo tristeza.
El día que entendamos que el objetivo no es ganarle al otro sino dejar un mejor país para nuestros hijos, la política dejará de ser ruido y volverá a ser lo que debería: liderazgo al servicio de la gente.
Estados Unidos lo sigue teniendo todo: poder militar, instituciones sólidas, el dólar como moneda global. Pero lo esencial lo está perdiendo: la confianza. Esa confianza que no se compra con armas ni con slogans, sino con lealtad a los amigos.
No podemos caer en los engaños de un Gobierno que, en plena campaña, necesita mostrar resultados y entregará más espacios a los delincuentes. Cada anuncio y foto firmando acuerdos nos la querrán vender como prueba de que la “paz” avanza, pero será una farsa; una cortina de humo que no desarma a nadie, no libera territorios, y solo fortalece a los bandidos.
Mientras unos juegan a la guerra, quienes pagan la cuenta son los de siempre, la gente común. Porque la vida real en Venezuela no está en los barcos ni en los comunicados: está en las seis horas de fila por un kilo de harina.
Y eso es lo que le incomoda a Petro: que aquí las cosas se hagan y se vean, que no dependamos del libreto presidencial y que los barranquilleros si llevamos casi 20 años viviendo “el cambio”. No se trata de defender a un grupo político, sino de cuidar un modelo que funciona, que piensa a largo plazo y que no se detiene por cálculos electorales.
En su último discurso no reconoció ese fracaso, ni mencionó sus promesas esenciales. No ha sido capaz de ejecutarlas. Lo cierto es que su gobierno, formado por personas que él mismo eligió, no ha podido salir del pantano de los escándalos.
Quedan dos instancias para que Uribe se defienda como corresponde. Pero si cada fallo se convierte en bandera para unos y en derrota para otros, no es la justicia la que falla, sino quienes la usan como arma.
Esto no es Macondo. Es Colombia. Y aunque Petro hable como si fuera el último Aureliano Buendía, la realidad nos golpea la puerta todos los días. Ojalá viviéramos en ese mundo, pero aquí seguimos intentando echar pa’ lante en este.