Recuerdo con gratitud el tiempo que viví en El Heraldo. Y digo viví casi en sentido literal. Quizás porque trabajar en un medio de comunicación termina resultando casi lo mismo que vivir en él. O quizás porque es más bien el medio el que acaba viviendo dentro de uno.
A estas alturas de la historia, si hay algo que nos debe resultar intolerable es que no sepamos tolerar casi nada. Las absurdas causas del deceso de Jaime Esteban Moreno deberían ponernos en la difícil pero necesaria tarea de repensar nuestra capacidad para vivir en comunidad.
En Halloween he sido payasa, mariposa, indígena, mujer maravilla, pirata y hasta bruja. Y ninguno de esos disfraces ha significado mi desgracia. Como tampoco ello le ha desgraciado la vida a nadie a mi alrededor.
Aunque nos parezcamos a lo que antes fuimos, no somos una repetición eterna. Lo que hicimos hace un año fue el cimiento de nuestro presente. Del mismo modo que lo que hicimos hace un año también seguirá definiendo lo que seremos en el futuro.
Es necesario admitir que vivimos en un mundo convulsionado. Y ello implica aceptar que como humanidad no hemos alcanzado la madurez necesaria para coexistir en el mismo espacio.
El mundo no puede seguir siendo el plató de holocaustos. Las más de mil personas que los salvajes de Hamás borraron de Israel ese funesto siete de octubre deben ser una razón poderosa para frenar la guerra, no para propagarla.
El sentido de los días libres está en disfrutarlos sin que nos sintamos responsables por dejar de funcionar como máquinas en movimiento perpetuo.
El pasado, cual quimera de la mitología clásica, es un monstruo imaginario que vomita llamas de alegría y tristeza.
Mientras intentamos distraer la soledad, o entender la realidad por medio de una entidad omnisapiente, terminamos perdiéndonos a nosotros mismos.
Así transcurre la vida en Colombia: a diario lanzamos y esquivamos las esquirlas del odio que deviene de las diferencias. Así, día tras día, de algún modo nos matamos. Y así no podemos seguir viviendo.