En nombre de la institucionalidad binacional, en la cual se escuda el embajador, no se puede desconocer ni mucho menos premiar la ilegalidad. Como tampoco se puede ser ciego ante la vulneración de los derechos humanos, un lastre con el que han tenido que cargar millones de venezolanos desde hace mucho tiempo.
Para entender eso hay que restarle peso al ego, quitarle a la cabeza los harapos del prejuicio, y darse cuenta de que una obra artística nunca es justo lo que su autor quiere que sea, sino más bien lo que cada espectador deduce desde su irrebatible individualidad.
Aprendemos mucho más rápido a entregarnos por completo al recuerdo de quienes no están que a darnos sin medida a todo aquel que tengamos a escasos metros de distancia o a una llamada telefónica o a un simple mensaje de texto.
Ese “sí” debe ser una decisión de todos los días. Si no, ¿dónde está la gracia de compartir con alguien lo que somos, en materia y sustancia, de forma inmarcesible?
La voluntad de apreciar lo pequeño, lo etéreo, la insignificancia de todo cuanto ocurre es un paso obligado para experimentar felicidad, ese «estado de grata satisfacción espiritual o física» contrapuesto a la desgracia. Un estado o sensación que, sin ser perenne, es memorable.
El fracaso del partido Demócrata tal vez no esté en otro asunto más que en la comunicación. En el intento de cambio de gobierno de un Joe Biden incapacitado a una Kamala Harris postulada tardíamente no solo tambaleó el qué, sino también el cómo.
Las numerosas escenas del que parece ser el acabose total no necesitan descripción, más sí una profunda reflexión global que no se ahogue en palabras y que trascienda hacia la acción para desacelerar el galopante avance del cambio climático.
Nuestra visión de nosotros mismos es, desde muy temprana edad, el resultado de millones de ojos escudriñadores sobre la caparazón que recubre lo que en esencia somos, allende lo que parecemos.
Luego de que la pequeña Sofía fuera retenida, abusada y cruelmente desmembrada, Brayan Campo Pillimue, su confeso victimario, no merece otra cosa más que vivir encerrado en una prisión hasta el día de su muerte.
En 2024, la surcoreana de cincuentaitrés años que, apoyada en la palabra, establece puentes entre lo intrascendente y lo profundo demuestra una vez más que la construcción de imaginarios mediados por el abecedario, en el idioma que sea, no solo es una forma de manifestar que hay vida, sino también una posibilidad alterna de vivir.