Este libro habla de la esperanza y la resiliencia. Es un texto impregnado de vivencias personales, con el que aspiro a ofrecer ideas que ayuden a quienes lo lean a encontrar fuerzas para seguir adelante, sin importar la adversidad o el dolor que enfrenten.
No puedo vivir en automático; necesito entender el porqué y el para qué de mis acciones. Me comprometo a abrazar, reír, jugar, escuchar, bailar y rezar más, porque estas son acciones que sanan mi espíritu.
No se trata de quedarnos en los números, sino de valorar los abrazos, las risas compartidas y hasta las lágrimas que nos hicieron más fuertes. No hay vida perfecta, pero sí hay vidas significativas, y esas las construimos con los pequeños actos diarios que llenan el alma.
A menudo nos quedamos atrapados en el folclore de la Navidad: los adornos, las luces, los rezos. Olvidamos lo fundamental: celebrar, en Jesús, que la vida encuentra su sentido en la solidaridad, el perdón y la comunión entre personas que se aman y desean vivir conforme a las enseñanzas de Dios.
La relación con Dios se refleja en las relaciones con los demás. Por más que recemos bellamente, entendamos el futuro, al estilo profético, o memoricemos los textos bíblicos, cual computadores modernos, no somos verdaderos discípulos si no vivimos en justicia, amor y perdón.
Toma distancia si es necesario. Si la relación con estas personas se vuelve insoportable, no temas alejarte. No estás obligado a soportar actitudes tóxicas, incluso si provienen de familiares. El bienestar personal debe prevalecer sobre cualquier lazo de consanguinidad.
Sé que hay dolores que no se quitan nunca, que aprendemos a vivir con ellos, que tendremos esa cicatriz para siempre y que será una marca de nuestra debilidad y resiliencia.
Confiar no puede ser un acto irracional. Es una apuesta futura y soportada en la realidad objetiva, por eso antes de confiar y poner las expectativas en alguien o algo, debemos reconocer los valores, las opciones de vida y los intereses que están presentes en esas personas o en esos proyectos.
La fe nos exige el compromiso de vivir desde la confianza. No necesitamos pruebas o milagros, sino poner el sentido de la vida en lo que hemos descubierto como una realidad que supera nuestra comprensión material de la existencia.
Hay que estar presente. Vivir el aquí y el ahora. No desperdiciar encuentros, viajes, comidas, juegos o cada momento que vivimos, porque ellos iluminarán las situaciones tristes del futuro cuando los remembremos. Nos asegurarán tener fuentes de sonrisas y volverán a estremecernos el cuerpo al recordarlos.