Muchas veces tuve que cumplir reglas que no entendía ni compartía, quedarme en silencio porque mi papá, con solo una mirada firme, me lo exigía. Recibí sanciones por mis pilatunas e irresponsabilidades. Me amaban, pero también sabían decirme que no. Y me lo decían con claridad.
Porque la fe que no sirve para vivir feliz, no sirve para nada. No es adorno ni refugio pasivo, es respuesta viva al amor que nos impulsa a diario. Y en Jesús encontramos el modelo perfecto de una vida que agrada al Padre y transforma la historia. La fe verdadera no nos aleja del mundo, nos compromete con él.
Es caer en conformismo con el orden mental y existencial que nos da seguridad, pero que nos aparta de la intrépida dinámica de lo humano. Es dejar de vivir, porque vivir es responder a cada reto con nuevos aprendizajes. La vejez, en este sentido, es la decisión de vivir el futuro solo con lo aprendido en el ayer, y comprobar que eso no basta.
Es urgente cultivar lo esencial: el silencio, la gratitud, el sentido, la conexión con nosotros mismos y con lo sagrado. Solo así podremos sostener lo que la vida nos entrega sin quebrarnos del todo.
Antes de decidir realizar esta práctica espiritual tuve muchas dudas, porque nos han convencido de que sin el celular no somos felices, no podemos trabajar, ni sostener relaciones sanas. Nos han hecho creer que quien no está en redes sociales, no existe. Me libero de esas presiones y de esos miedos para sentirme libre y responsable de mi propia vida.
La Cuaresma es un llamado a la liberación interior, pero soltar no es fácil. A veces duele, porque nos acostumbramos a lo que nos hace daño. Sin embargo, la libertad siempre implica asumir riesgos y consecuencias. No hay crecimiento sin desprendimiento.
La verdad es que el error es parte inevitable del proceso de vivir; nadie está exonerado de cometer uno. Cada equivocación nos da información, nos permite ajustar el rumbo y nos acerca a la mejor versión de nosotros mismos, porque somos seres en constante construcción y las podemos convertir en opciones de mejora.
Para educar en la esperanza es fundamental cambiar la narrativa con la que interpretamos la realidad. Si les enseñamos a los jóvenes que el mundo está lleno de riesgos, amenazas y fracasos inevitables, los estamos programando para el miedo y la resignación. En cambio, si les mostramos que cada dificultad trae consigo una oportunidad de aprendizaje y crecimiento, estamos sembrando en ellos la capacidad de reinventarse y seguir adelante.
Siento que Dios me recuerda que no puedo romperme fácilmente, que debo ser valiente y actuar desde mi fe en Él. Esa palabra me hace sonreír y, por un instante, es como si estuviera aquí, a mi lado, dándome calor.
Es la confianza que nace de experimentar cómo Dios está a su favor. Esa certeza lo hace capaz de enfrentar la vida y seguir adelante, sabiendo que siempre encontrará caminos para crecer y acercarse a su propósito.