La situación en Venezuela es un espejo aterrador de los peligros que enfrenta cualquier democracia cuando sus instituciones ceden ante la concentración del poder. La reciente reelección de Nicolás Maduro, en medio de acusaciones de fraude y represión, solo ha profundizado la desesperanza en un pueblo que clama por libertad mientras enfrenta el peso de un régimen que parece imbatible.
Los venezolanos se encuentran atrapados en un laberinto diseñado por un sistema que prometía justicia social, pero que terminó sumiéndolos en una crisis humanitaria, política y económica sin precedentes. La independencia de los poderes, el principio más elemental de cualquier democracia, ha sido reducido a una mera fachada. La justicia, el poder electoral y el legislativo no son más que engranajes de una maquinaria que perpetúa el poder de unos pocos, mientras millones padecen hambre, violencia y desesperación, que los ha llevado a la migración.
En este escenario, la comunidad internacional ha adoptado un rol que oscila entre la indiferencia y la retórica vacía. Mientras algunos gobiernos se alinean con Maduro por conveniencia política o económica, otros emiten condenas que no van más allá de las palabras. La falta de una acción concertada y efectiva ha dejado al pueblo venezolano enfrentando solo un régimen que no teme usar la fuerza para mantenerse en el poder.
La persecución de opositores, la censura de medios y el encarcelamiento de voces críticas han instaurado un clima de miedo y resignación. En este contexto, cada elección se convierte en un espectáculo donde el resultado está decidido de antemano, a pesar de lo que se diga en las urnas, consolidando un modelo que aniquila cualquier posibilidad de cambio pacífico.
Es imposible no sentir decepción y desesperanza al observar cómo una nación que alguna vez fue próspera ha sido desmantelada desde adentro. Pero también es inevitable preguntarse cómo llegamos aquí. Venezuela no es solo víctima de un líder autoritario; es también víctima de un sistema que permitió que el poder se concentrara, que debilitó los contrapesos y que toleró la reelección indefinida como una posibilidad legítima.
Hoy, la única esperanza de cambio parece residir en el propio pueblo venezolano, en su capacidad de levantarse a pesar de las amenazas y las represalias, pero su futuro también depende de que el mundo decida si seguirá siendo un espectador indiferente o un aliado en la búsqueda de justicia y libertad.
* Directora Ejecutiva Lonja de Propiedad Raíz de Barranquilla