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*Texto tomado de Revista Semana.

Un día de 1971, de cuya fecha exacta no quiero acordarme, me acosté periodista y amanecí desempleado: resulta que el diario 'El Espectador' decidió echar a tres de sus reporteros —Javier Ayala, Isaías González y yo— porque habíamos incurrido en el monstruoso pecado de poner nuestras firmas, haciendo uso del derecho que tiene cada hombre de poner su firma donde le dé la gana, en un mensaje en el que centenares de colombianos, encabezados por el poeta León de Greiff, respaldábamos la labor cultural desarrollada por la revolución cubana, en ese entonces bombardeada implacablemente por el fuego de artillería pesada de nombres tan importantes como Gabriel García Márquez, Jean Paul Sartre, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa.

Fue la primera lección que recibí en mi vida contra la vanidad humana, porque pasé de ser un periodista estelar y petulante a la simple condición de desocupado que reventaba suela en busca de trabajo, en busca del único trabajo que he sabido hacer en este mundo. Me tiraron todas las puertas en la cara. Nadie quiso emplearme. Llevaba ya, colgado del cuello, el sambenito de 'comunista', que por esa época era como el cencerro de los leprosos en la Edad Media.

La única puerta que hallé abierta, y la única mano que se me tendió para que siguiera ganándome el sustento honradamente, fue la de un periódico al que no conocía, a cuyos dueños no había visto jamás y en una ciudad que no había pisado en mi vida: EL HERALDO de Barranquilla.

Juan B. Fernández Renowitzky, que acababa de posesionarse como ministro de Minas de la administración Pastrana, me ofreció ocupación en el diario que estaba bajo su dirección inmediata y bajo la tutela de la más alta cumbre moral que yo haya conocido en el periodismo colombiano: su padre.