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Andreina espera ser atendida en una sala de tatuajes del barrio Boston. Luce ansiosa, inquieta. Está a punto de hacerse su primer tatuaje, una rosa porque ese era el nombre de su fallecida abuela y un colibrí, que para ella simboliza libertad. Acaba de cumplir la mayoría de edad, escogió hacérselo en el costado para ocultarlo de su madre, que todavía piensa que los tatuajes 'solo se los hacen vagos y viciosos'. Para ella, por el contrario, es la más pura expresión del arte plasmada en el mejor de los lienzos: el cuerpo.

Jonathan Diez, el tatuador, dibuja con lápiz y en papel unas letras en el mostrador. Es un nombre, Ruth Paternina. Su caligrafía es envidiable. Ese fue el encargo de uno de sus clientes que quiere estamparse la identidad de su madre en la piel, así como la lleva en el alma, afirma.

Diez prueba la tinta de la máquina de tatuar, su sonido es similar a un taladro pero mucho más fino. Tiene al menos 20 tatuajes en el brazo izquierdo, otros 10 más en el derecho y tres aretes de los que cuelga una cruz en cada oreja. Su físico y corpulencia se asemejan a un jugador de los New York Yankees, aunque el único partido que tendrá será en la camilla en la que plasmará su dibujo.