Acabo de regresar de un viaje por un lugar increíble. Me ha tomado 25 años llegar hasta aquí y, aunque estoy cansado, quiero que se pongan cómodos porque les voy a contar lo que vi.
En un lugar llamado Saturnia, habita una gente que se nombra matunas. Son dorados porque se visten en filigrana de oro de pies a cabeza. Hacen el amor a plena luz del día pues piensan que si lo hacen de noche los niños podrían nacer ciegos. Yo vi el pacto que Bastidas hizo con ellos, con el cacique de Taganga y de Bonda para la fundación de una ciudad que se llamó Santa Marta. Vi la ternura con que el notario de Triana abrazaba a los tayronas y la felicidad casi infantil del viejo cuando recorría sus impresionantes terrazas de pancoger. Yo vi la noche que lo mataron; fue Villafuerte, su hombre de confianza. Vi cómo lo lloraron las mujeres y los caciques, vi la cólera de Palomino, su teniente capitán, y vi más de 100 años de guerra.
Yo conocí a la India Catalina, que era de Zamba, y vi cuando Pedro de Heredia la reclutó en Gaira, donde ella vivía, y la llevó a la conquista de Calamarí. Vi en Barú a los caribes adornar sus casas con las cabezas de sus enemigos, y cómo las embarcaciones españolas tomaban el agua dulce en el golfo de Urabá porque el río Atrato era tan caudaloso que desplazaba el agua salada.
Yo vi a 100 indios lanzarse al mar, a cazar perlas bajo las órdenes de un tirano que se hacía llamar López Sierra, que prefería negociar con los piratas de Isla Tortuga antes que entregar el tesoro a sus amos (cuando los españoles venían a cobrar ya López Sierra estaba borracho y armado…). Vi a Morgan desesperado, escondiendo tesoros en San Andrés, sin ni siquiera sospechar que el verdadero tesoro de la isla iba a ser el calypso. Y vi a Francisco de Paula Santander izar la bandera colombiana por primera vez en el archipiélago, y la vi reflejada en un mar de siete colores.
Sentado en el embarcadero de Mompox, vi pasar el fantasma del Libertador diecinueve veces, pregonando la libertad de los esclavos pero también lo vi dando la orden de fusilar a Padilla. En ese mismo lugar, comiéndome un raspao, vi el entierro de un niño que había sido mordido por un caimán. Vi a los primeros comerciantes que, en rebeldía contra las imposiciones comerciales de Cartagena, fundaron las primeras barrancas en el río.
Yo vi en el puerto de Cartagena a un rey africano que, herido en su orgullo, no entendía por qué estos hombres blancos no le mostraban el debido respeto. Y vi a las esclavas negras que guardaban en la humedad de sus vaginas las semillas sagradas del baobab. En esta misma Cartagena, vi al rey de España y a su acompañante, disfrazados de mujeres, observando las murallas recién terminadas en una calle que hoy se conoce como la Calle de las Damas; y vi al diablo torcer la torre de una iglesia ante la mirada perpleja de su arquitecto.
Yo vi a Amira de la Rosa en su casa escribir poemas enamorados y vi a Herbert Boy y a Cortissoz levantar el vuelo; y vi cómo el alemán en su Junker hizo correr a las tropas peruanas. Yo vi a unos nazis bajar de un submarino en una playa en La Guajira y los vi conversar en una ranchería con una familia wayuu, buscando provisiones. Yo vi a un judío y a un árabe llorar de alegría en Puerto Colombia. Yo vi un B29 de la Segunda Guerra Mundial abandonado en la bahía de Santa Marta, durante la época de la marimba.
Yo vi a Candelario Obeso llorar, despreciado por su color, por la misma gente que amaba su poesía. Yo vi a Uribe Uribe firmar la paz en Neerlandia y tomarse un jugo de corozo para el calor. Vi en Cartagena, días después de terminado el sitio, el reinado que hicieron las niñas de la ciudad para celebrar la libertad. Yo vi el primer balón de fútbol que llegó a Colombia y el primer partido que se jugó en Santa Marta, entre tiburoneros y tortugueros, y la felicidad que, tiempo después, produciría el partido entre dos equipos de la región, uno de franelilla roja y azul y el otro de roja y blanca.
Yo vi a Joaquín de Mier salvar la vida de veinte italianos que naufragaron frente a las costas de Papare. Y vi al árabe que se inventó la carimañola tratando de hacer un quibbe. Yo vi a Humboldt matar caimanes a escopetazo limpio porque el olor a almizcle no lo dejaba dormir. Y vi en un entierro tayrona adornos increíbles hechos con piedras de Marruecos.
Yo vi los primeros barcos que llegaron al río y las bandas de jazz barranquilleras, y cuando los cumbieros llegaron y nació el porro, que se fue a las ciénagas de Lorica porque el tabaco trajo dinero para los instrumentos de viento. Yo canté con un gaitero de El Carmen que se convirtió en Lucho Bermúdez inspirado por Benny Goodman. Yo vi al hijo del telegrafista escribir el vallenato más largo y lo vi ir y venir comiendo mangos por una finca llamada Macondo.
En Montería, yo vi a un hombre cantarle al ganado y con esas melodías hacer canciones famosas. Yo vi a Escalona enterrar un tesoro en las estribaciones de la Sierra y a un cantante ciego que nunca estaba triste. Yo vi en Valledupar al dentista alemán que era un espía nazi y que se pegó un tiro cuando supo que Hitler había perdido la guerra. Y vi en Fundación un alcalde que no hablaba español. Yo vi en Valledupar los animes que le ayudaron a un antepasado a construir su casa. Yo vi en Ciénaga al hombre que negoció con el diablo el éxito de su finca por la vida de un trabajador todos los años. Y vi a Buitrago y a Bovea revolucionar el vallenato por primera vez.
Yo vi en Sincelejo a Calixto ya enfermo pero rodeado del amor de su familia, y canté con Rubén Darío Salcedo sus paseos bolero, esos que no les gustan a los vallenatos ortodoxos. Yo vi los espíritus de los niños que murieron de hambre en La Guajira y que nadie ha llorado. Yo canté con los vivos y con los muertos de El Salado la música de Adolfo Pacheco y de Andrés Landeros. Y vi comiendo con la mano a Alejo Durán en la casa de mi tío Rodrigo. Vi que nosotros lo teníamos todo y que él no tenía nada. Pero él era Alejo.
Yo nací en ese lugar increíble, aquí en el Caribe colombiano. Y también pensé que no éramos importantes y que aquí no había pasado nada. Los invito a que superemos nuestras diferencias, a que nos reconozcamos todos como caribes, a que dejemos atrás quinientos años de exclusión y de guerras. A que nos queramos y ayudemos como hermanos. A que salgamos todos a la puerta de esta Casa Grande y recibamos con un fuerte abrazo a los desterrados del paraíso.
Cartagena de Indias, 27 de mayo de 2016