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A diferencia de Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa, escritores en cuya obra se alían la creación con la lucidez y la vigilia del trabajo intelectual, García Márquez, quien en gran medida detestaba a los intelectuales por su pedantería puntual (al igual que su compadre Cepeda Samudio), quizá en aras de una defensa del vitalismo aprendidos de Hemingway (torero, boxeador, enfermero, cazador, soldado) y la generación perdida norteamericana, era un autor mucho más intuitivo.

En consecuencia, no escribió nunca esos ensayos sesudos y eruditos, plenos de referencias y reflexiones rigurosas que jamás pierden el hilo de la argumentación. Cuando se le pedía que se explicara su proceso creativo, García Márquez se refería a la persistencia de una imagen (un viejo que espera en el mercado de Barranquilla; un militar que huye, ametralladora en mano, con las botas embarradas y un maletín lleno de billetes; un niño que conoce el tiempo paralizado de un témpano de hielo; un hombre viejo que se cae de una escalera tratando de atrapar un loro políglota y malhablado; un chorro de luz vertical que inunda un apartamento y se desborda sobre una avenida) que luego de dar innumerables vueltas en la ciénaga de la memoria logra encarnar en el cuerpo alado del relato.

Anécdota e imagen están en la base de su producción narrativa. Si algo distingue su obra, coetánea de los áridos experimentos del nouveau roman, es la proliferación anecdótica, la coherencia interna del relato que se erige como una máquina generadora de suspenso, en movimiento incesante hacia un desenlace significativo.

Escritor obsesivo al que sus temas se le imponen, García Márquez, con frecuencia, inicia su relato a partir de una recurrente imagen primordial ligada o relacionada con la muerte: un cadáver que crece, un ahogado a la deriva, un suicida francés o belga, un senador caribe en estado terminal, un falso fallecimiento en una bañera de aguas aromáticas, una muela difunta, un funeral festivo, un suceso premonitorio (el destazamiento febril de un conejo, la leve herida con la espina de una rosa, la silenciada mordedura de un perro rabioso y cenizo, una fétida invasión de gallinazos).

Decidido el punto de partida, lo que sigue es la paulatina entrega de los datos, la dosificación de las informaciones que mantienen al lector atado al texto, sumido en la incertidumbre acerca del desarrollo de las acciones. En ese proceso son claves el ritmo y el cuidado con el lenguaje, la búsqueda y el hallazgo de la palabra que hechiza, el adjetivo sorpresivo y la cadencia que generan en el lector un hábito adictivo, expectante por la repetición de unos acordes cuya misión es la de perpetuar ese estado de sueño o sonambulismo dirigidos propios del buen relato.

Atento siempre a la proyección ulterior de todo vocablo, al juego mágico de anticipaciones y contrastes, ecos y correspondencias, García Márquez construye a partir del primer párrafo un implacable sistema de relaciones funcionales entre algún fenómeno natural (el viento, la lluvia, el calor, el verano feliz, el otoño) y la llegada de alguien (obispo, estudiante, gringo, francés, gitanos, madre e hija, alcalde, niño muerto, ángel, institutriz, culebrero) a un pueblo o casa, en donde han de vivir una experiencia especial: casi siempre, la mala hora, la soledad o la enfermedad del amor.

De la muerte o su imagen, la trama entonces, pletórica de datos circunstanciales (aprendidos del periodismo) que le confieran poder de persuasión, se encamina hacia la ardua afirmación de la dignidad de la vida como resistencia al fracaso o la finitud de todo.

En la construcción del relato son claves la libertad de la imaginación que tiende a borrar los límites entre lo real y lo ficticio, el cuidadoso lenguaje elaborado con la paciencia minuciosa del poeta (línea por línea) y el suspenso continuo que cautiva al lector, edificados todos desde una visión del mundo arraigada en la cultura popular del Caribe (imaginario, fiestas, tradición oral, músicas) recreada a partir del conocimiento de las técnicas literarias internacionales tanto remotas como de vanguardia.

Su muerte

El novelista, cuentista, guionista, editor y periodista colombiano nació el 6 de marzo de 1927 en Aracataca, Magdalena, y murió el 17 de abril de 2014 (un Jueves Santo), a la edad de 87 años, en Ciudad de México, México. Fue diagnosticado con cáncer linfático en 1999, pero siguió llevando una vida normal hasta 2012, cuando la demencia senil y un supuesto Alzheimer, según quienes tuvieron oportunidad de interactuar con él, comenzaron a hacer mella. En 2014 fue internado en Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición, en México, y falleció en su casa en ese país, luego de

un cuadro crítico de salud derivado del cáncer.