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En el pequeño salón hay un par de mesas, una docena de sillas, una pizarra y una ventana que da a un extenso patio interior. Afuera, el cielo es plomizo y hace frío. El invierno se asoma en Berlín. Un hombre delgado, de cabello blanco y gafas de montura negra, delinea con una tiza tres pequeños cuadrados en el tablero. Dentro del primero dibuja la cruz de primeros auxilios. En el segundo, un corazón. En el último, un signo de dinero.

–Son las tres cosas más importantes que necesitan saber –dice el hombre, en inglés, a los ocho jóvenes que lo escuchan atentamente desde la mesa. A continuación, tras señalar el cuadrado con la cruz, procede a enseñarles algunas frases elementales en alemán relativas a la supervivencia cotidiana. 'Tengo frío', 'tengo hambre', 'tengo sed', dice, acompañándose con teatrales gesticulaciones. Pide a su auditorio que repita cada frase. De nuevo: 'Tengo frío', 'tengo hambre', 'tengo sed'. Y otra vez a repetir.

La escena tiene lugar en una vieja edificación blanca, enorme y algo deteriorada, en el número 16 de la calle Brienner de la capital alemana. El inmueble, donde funcionaba hasta hace poco tiempo el Ayuntamiento local antes de mudarse a una sede moderna, acoge hoy a cerca de 1.000 refugiados que han llegado en los últimos meses a la ciudad, procedentes, en su inmensa mayoría, de Siria. Son parte de la avalancha de inmigrantes que está arribando a Europa, en la que es, sin duda, una de las mayores crisis migratorias que haya experimentado el continente en su historia reciente.

En el edificio se han habilitado más de 200 dormitorios, un amplio comedor comunal, una enfermería, oficinas administrativas y numerosos salones donde profesores voluntarios enseñan los rudimentos de alemán a los recién llegados.

El maestro de cabello cano luce la camiseta amarilla de la Selección Colombia. Se llama Jaime Beck, tiene 61 años y es colombiano. Nació en Yondó, a la sazón un caserío del Magdalena Medio antioqueño que vivió una intensa actividad petrolera y que hoy, erigido desde 1979 en municipio, no supera los 19.000 habitantes.

–Mi papá gerenciaba entonces un hotel en Barrancabermeja, y el hospital más cercano para que mi madre diera a luz estaba en Yondó.

El padre de Beck, Walter, era alemán. Llegó de niño a Colombia, en los años 20, y con el paso del tiempo se casó con una costarricense y desarrolló una exitosa carrera en el mundo de la hotelería. Administró diversos hoteles, entre ellos el mítico Tocarema, en Girardot, donde pasaba temporadas de descanso la élite política, económica y social de Bogotá en la década de los 50.

En 1970, cuando tenía 15 años, Jaime y un hermano se marcharon a Alemania, en un comienzo a la casa de un tío, y se quedaron en ese país. Tras cursar estudios de hotelería, emprendieron una sólida carrera en este sector, hasta que, hace pocos años, Jaime decidió orientarse, con igual suerte, a la consultoría turística. Casado con berlinesa y padre de dos muchachos que ya vuelan solos, Beck alterna su trabajo de asesoría con sus grandes aficiones: los conciertos de música clásica y las exposiciones de arte. Y, desde hace cuatro meses, con su nueva faceta de profesor de alemán para inmigrantes.

'Amo a Colombia, es mi patria y lo sigue siendo después de 46 años de haberme ido. Estoy pendiente de las noticias y voy cada vez que el tiempo, mis obligaciones y mis finanzas me lo permiten. Mis padres murieron en Colombia y tengo dos hermanos que viven con su familia en Bogotá', dice.

Beck pasa al segundo cuadrado, el del corazón. Es el momento de enseñarles a sus alumnos frases básicas para comunicarse con la gente. Para entablar relaciones de amistad y, si se da el caso, ir algo más lejos.

–Veamos cómo enamorar a una chica alemana, con estrategia colombiana –dice con picardía a sus alumnos, todos varones, que prorrumpen en risas.

La receta consiste en, primero, sonreír; segundo, mirar a los ojos a la muchacha; tercero, decirle algo agradable.

–¿Quién dice algo agradable? –anima a su auditorio. Todos callan. Los apremia: –Díganlo rápido, que la hermosa chica se está yendo y ya no la van a ver más.

–Tú eres una mujer bonita –balbucea uno de los jóvenes en precario alemán, sonriendo con vergüenza.

–Tú tienes los ojos bonitos –dice otro.

–¡Bien! –exclama Beck, y los felicita chocando con ellos los puños al modo colombiano. Y pasa al último punto de la fórmula para el cortejo: invitar a la chica a tomar algo.

–¡Un vodka! –exclama uno de los alumnos.

–Omar, por favor. Invítala a un café –reprende Jaime entre risas al discípulo.

La clase dura dos horas, durante las cuales cuatro jóvenes más se suman al grupo. El profesor repite las frases, machaconamente, hasta conseguir que sus alumnos las repitan de manera correcta. El tercer cuadro, el del dinero –frases para buscar trabajo, pagar en una tienda, abrir una cuenta- queda aplazado para la sesión del día siguiente.

Jaime Beck no oculta su satisfacción por el trabajo que realiza. 'Llegué hace dos meses al centro de refugiados preguntando si necesitaban ropa o cualquier otra ayuda. Me preguntaron si estaría dispuesto a enseñar alemán, y aquí estoy', dice. Y añade: 'Es mi forma de dar a la sociedad lo que he recibido de ella'.

Todos los alumnos son sirios, excepto un iraquí que llegó a Alemania haciéndose pasar por sirio –'era más fácil', dice– y un paquistaní dicharachero que no siente el menor pudor al expresarse en su escaso vocabulario alemán. Les pregunto cómo se sienten en Alemania, y uno de ellos, Basil, de 29 años, dice: 'Si no estuviera Jaime, esto sería muy triste'. Otro hace de repente la pantomima de un violinista. Beck explica a este periodista en español que una vez por semana lleva a varios integrantes del grupo a la ópera, a un concierto o a una exposición. Seguidamente, en inglés, informa a sus discípulos que esa noche hay un concierto de la Filarmónica y que pasará a recoger en su carro Jaguar –'mi único capricho', dice– a los primeros que se apunten.

Los refugiados deben permanecer en el centro de acogida hasta que regularicen su situación. Pero el trámite se está dilatando más de la cuenta, porque Alemania está sobrepasada con el aluvión de inmigrantes. Algunos, aunque agradecen la generosidad alemana, se quejan de la condiciones del centro, del mal estado de los colchones, de que no les permiten fumar en el edificio, de la demora para normalizar sus vidas...

Esa misma noche, poco después de que Beck hubiera dejado a sus alumnos de vuelta en el centro de refugiados, se produjo en París el ataque terrorista más sangriento de la historia de Francia, con el resultado de 136 muertos y numerosos heridos. Desde entonces, la política de brazos abiertos de la canciller alemana, Angela Merkel, hacia los refugiados está siendo objeto de una intensa polémica. Desde diversos sectores, en especial desde la derecha ideológica, sostienen que en esa inmigración se pueden estar colando potenciales terroristas. Exigen a Merkel que cierre las puertas a los forasteros extracomunitarios y que endurezca el control sobre los que se encuentran en territorio alemán. El debate ya se extiende a toda Europa, donde el extremismo islámico amenaza con más acciones criminales.

Mientras los líderes políticos y la opinión pública discuten acaloradamente qué hacer con los inmigrantes, Jaime Beck sigue enseñando, con su ‘método colombiano’, alemán a sus alumnos en el vetusto edificio de la calle Brienner.

Tres historias de exilio

'Lo que quiero es terminar el colegio y estudiar finanzas'

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Mohamad (izq), con su hermano. Alepo, Siria, 15 años

Hace un mes y 23 días nos fuimos toda la familia, de Alepo a Turquía. Mis padres y tres hermanos. Mi padre trabajaba en comercio, enviando mercancía en barcos. Nos fuimos porque Alepo se puso peligroso. Antes, con [Bashar]Al Assad, todo estaba tranquilo, pero luego vino el Estado Islámico y con la guerra todo se puso violento. Mis padres se separaron en Turquía. En una playa junto a Esmirna, mi madre negoció con un señor para que nos llevara a mí y mi hermano en una barcaza hasta Grecia y poder entrar en Europa. Mi mamá y mi hermana menor no cupieron y se quedaron. El viaje en mar hasta Grecia fue muy difícil. Íbamos 62 personas metidas en un bote pequeño. Tuvimos que hacer dos intentos, pues la primera vez había olas fuertes. La parte más dura fue en Hungría. Nos metieron en un camión a mucha gente y nos llevaron a la frontera con Austria. Allí fue más fácil, pues nos enviaron en tren a Alemania. Mi deseo es terminar el colegio y estudiar finanzas. De mayor quiero ser banquero.

'En la guerra hay que estar en uno de los bandos y yo no quería'

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Basel (der), con su amigo Omar Lataquia. Siria, 27 años

Me fui de Siria porque era imposible seguir viviendo ahí. Yo tenía una tienda de electrónica, y con la guerra esperaban que estuvieras de un bando o de otro, y yo no quería ser de ninguno. Pagué 300 dólares para que me pasaron por la frontera turca, que estaba cerrada, y llegué a Esmirna. Ahí había gente por las calles ofreciendo llevar refugiados a Grecia. Me apunté a un bote donde caben normalmente 10 personas, pero éramos 56. Dos veces falló el intento pues el mar estaba picado. La policía turca nos acosaba. Yo esperaba escondido en un lagar con varias personas. Finalmente conseguí un hombre que tenía un bote, pero decía que él no sabía conducirlo. Yo me ofrecí, pues sabía algo de deportes náuticos. Salimos a Samos, no a Mitiline como las veces anteriores. Éramos ahora 39 personas en el bote. Un hombre que nos esperaba en la playa nos llevó a Atenas y nos dieron un permiso para estar seis meses en Grecia. De ahí fuimos a Macedonia y luego a Serbia. Después de tres días, pasamos a Hungría, donde nos trataron muy mal. Mi deseo es volver algún día a Siria.

'Pagué a una mafia USD10.000 para que me llevaran a Alemania'

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Halscho Kirkurk. Irak, 30 años

Llevo dos meses y medio en Alemania. En mi ciudad yo me ganaba el dinero como electricista y estudiaba agricultura en la universidad. Irak es un buen lugar para hacer plata, pero muy violento. Fui a Turquía legalmente, y ahí pagué a una mafia 10.000 dólares para que me llevara a Alemania. Una persona de esa mafia nos introdujo a Bulgaria a pie y estuvimos caminando más de 10 horas. Éramos dos grupos de unas 100 personas cada uno. Nos recogieron en dos camiones y nos llevaron a un sitio cerca de Sofía [capital de Bulgaria]. Ahí nos iba recogiendo cada día un taxi para llevarnos a Serbia. Me obligaron a pagar todo por adelantado o, si no, no me llevaban hasta Alemania. Un bus nos llevó desde Belgrado [capital de Serbia] hasta la frontera con Hungría. Ahí entramos a pie y luego una persona nos llevó en camión a Alemania. Estuvimos tres días escondidos en un pueblito de Hungría, hasta que nos encontró la Policía y nos dio comida y nos ayudó. Menos mal que no nos tomaron huellas, porque nos hubiéramos tenido que quedar en Hungría.