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Era una tarde cualquiera, luego de clase de baile, cuando Luis se halló ante el espejo convertido en mujer. Estaba sostenido sobre tacones de veintiún centímetros y, al girar, vio el cabello azul azabache que bajaba por su espalda, largo, como enredándose en los huecos de sus axilas. Sus cejas no estaban. Yacían escondidas bajo una espesa capa de maquillaje que se rehusaba, con rebeldía, a disimular los masculinos bordes de su rostro.