La polarización política del país está dejando poco espacio para la discusión profunda de los temas. Cada día es más lo que se grita que lo que se argumenta. La descalificación del contrario parece ser la única razón a la hora de asumir debates sobre la actualidad nacional. Pocas personas parecen dispuestas a escuchar lo que otros tienen que decir. El escenario que se ha creado es el peor de todos, puesto que sólo estamos dispuestos a escuchar lo que queremos oír y decir lo que los demás quieren escuchar. Pocos se atreven a llevar la contraria, porque se mueren del susto de ser matriculados de inmediato como 'enemigo de...'.
De esta manera, el país se va metiendo cada día más en una especie de remolino de intolerancia del que será muy difícil salir, si cada uno de nosotros no pone de su parte. En últimas, el comportamiento colectivo termina siendo el reflejo de lo que somos como individuos. Para que el país cambie es necesario generar esa transformación a partir de nuestra conducta y de nuestro entorno más cercano, que es la familia. De otra manera, es imposible creer que -por ejemplo- la negociación con un grupo armado al margen de la Ley -sea de extrema izquierda o de extrema derecha- podría llevarnos a la reconciliación nacional, que es el fin último de cada proceso de paz.
Como en Cambalache, el célebre tango de Enrique Santos Discépolo, por momentos tenemos la impresión de que en la Colombia de hoy, 'vivimos todos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseaos'. Pareciera que, como dice Discépolo: 'Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor / ignorante, sabio, chorro / generoso, estafador / todo es igual, nada es mejor / lo mismo un burro, que un gran profesor / no hay aplazaos ni escalafón / los inmorales nos han igualado / si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición / da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos / caradura o polizón'.
Esa especie de desánimo colectivo -donde da lo mismo 'ser un burro que un gran profesor' y que se refleja en las encuestas con cifras alarmantes a la hora de medir el pesimismo- es motivo de preocupación de todos, desde el mismo presidente de la República, Juan Manuel Santos, hasta altos directivos del sector productivo, pasando por los empleados y asalariados del país, quienes -a su manera- buscan salidas a esta especie de 'sin salida'.
El Presidente Santos responsabiliza a los medios de comunicación del clima de desasosiego y de la ola de pesimismo que vive el país, pues considera que quienes hacemos parte de ellos solo destacamos lo malo, mientras que ignoramos lo bueno que el Gobierno realiza. El pensamiento de Santos es igual al de todos los presidentes, que nunca están conformes con el cubrimiento mediático de sus logros. No obstante, en esta oportunidad Santos fue mucho más allá que sus antecesores -al menos públicamente- pues en una reciente reunión en la Casa de Nariño con la plana mayor de la Andi, les pidió que llamaran a los directores de varios medios de comunicación para que cambiaran los enfoques noticiosos de algunos de ellos, que son -según él- los que tienen pesimistas a un buen número de colombianos.
Como era de esperarse esa petición tuvo muy mal recibo por parte de los comunicadores, quienes consideran que el Jefe del Estado no debe meterse en el manejo de la información por parte de los noticieros del país. Santos está convencido de que la culpa de la crisis es del mensajero que transmite las malas noticias y no de las malas noticias que transmite el mensajero.
Este comportamiento por parte de un mandatario tampoco es nuevo. Desde los tiempos de la antigua Roma los emperadores castigaban a quienes fueran portadores de malas noticias. Tigranes El Grande ordenó decapitar al emisario que le informó que Lucio Lúculo se dirigía a Roma para derrocarlo, como en efecto sucedió. En estos tiempos modernos, si el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no decapita a sus críticos no es por falta de ganas.
En Colombia no va a ser fácil aclimatar la sana discusión entre los contrarios. Hay mucho resentimiento y hasta odio en cada una de las partes. Pero habrá que hacerlo. No hay otra salida. Si logramos cerrar el capítulo de la confrontación armada y del aniquilamiento del enemigo, no tiene sentido abrir el de la intolerancia y el de la 'neutralización' de los contradictores a partir del ataque artero y la injuria, que nos podría llevar otra vez a la confrontación armada que aún no hemos terminado de superar.
1. La intolerancia
No podemos pretender que todos piensen igual que nosotros. El gran valor del sistema democrático es la diversidad ideológica, religiosa, social, racial y de cualquier otro tipo. Esa es nuestra gran fortaleza. El pluralismo es fundamental para el crecimiento y la consolidación de toda democracia. La tolerancia política debe convertirse en un propósito nacional. El debate debe darse con altura y con argumentos. La descalificación del contrario debe ser proscrita. Hay que fomentar desde el hogar el respeto por quien difiere de mis pensamientos o creencias. El ser distintos no los convierte en mis enemigos. Punto. Mi disposición a hablar debe ser directamente proporcional a la que tengo para escuchar. La tolerancia no es muestra de debilidad sino de fortaleza. La intolerancia -por el contrario- no me hace más fuerte, sino que me vuelve más vulnerable. No hay nada que el diálogo no pueda solucionar. El lenguaje es una de las mejores muestras de respeto a mi interlocutor: no digas contra él un calificativo que no quieras oír contra ti. Las palabras también hieren, tanto o más que las balas o los puñales.
2. Apego al dinero fácil
Los colombianos tenemos la obligación de superar de una buena vez la cultura del dinero fácil, que tanto daño le ha hecho a las nuevas generaciones. Es necesario cerrar el capítulo de la 'traquetización' nacional, que es la herencia maldita que nos dejó el narcotráfico. En Colombia todo tiene un precio, desde el agente de tránsito de la esquina hasta el Magistrado de la alta corte. Desde la Presidencia de la República, hasta el concejal del municipio más apartado. Los narcotraficantes no sólo asesinaron candidatos presidenciales, directores de periódicos, jueces de la República, generales del Ejército y de la Policía, sino que destruyeron buena parte de los valores y principios que heredamos de nuestros antepasados, quienes encontraron en el trabajo honesto la mejor fuente de riqueza. El éxito económico era producto de la constancia y de la visión para los negocios, no del tráfico de narcóticos y del asesinato de quienes tuvieron el valor de oponerse a las organizaciones criminales. Quienes aun teniéndolo todo, desde el punto de vista económico, y cayeron en esa tentación, son el peor ejemplo de las nuevas generaciones.
3. La indolencia
Debemos recuperar la capacidad de asombro. El dolor del prójimo tiene que conmovernos. El llanto de los niños y de los ancianos, especialmente, tienen que despertar en nosotros expresiones de afecto y caridad. Las cifras de quienes a diario mueren de hambre o de desnutrición, como ocurre con los niños Wayuu en La Guajira, deben tener rostro. El registro numérico -que tiene una utilidad- debe dar paso a la cara de quienes están en condiciones de vulnerabilidad extrema. Detrás de cada uno de ellos hay una tragedia, un dolor, unas lágrimas. La denuncia de quienes por su comportamiento criminal -como el robo de los recursos de las regalías o de la Educación o de la Salud- atentan contra la integridad física y hasta contra la propia vida de estos compatriotas debe ser no sólo cubierta, sino también destacada en los medios de comunicación con amplio despliegue. Minimizar ese cubrimiento sirve para fomentar la conducta ilegal de los delincuentes de cuello blanco.
4. La indiferencia social
La sanción social también es un castigo. Es más, debería ser el más severo de todos. A los delincuentes no hay que premiarlos. Todo lo contrario: deben ser sancionados de forma severa por quienes fueron víctimas de su comportamiento criminal. La pena impuesta por los jueces o por los distintos tribunales de Justicia debería estar acompañada de un castigo social para el infractor de la Ley. Y en algunos casos, ni siquiera el haber pagado con cárcel los delitos, podría considerarse razón suficiente para no aplicar la sanción social que merece quien asumió un comportamiento criminal. Mucho menos podría convertirse en referente para la sociedad. Quienes se lucran con los dineros del Estado -que son de todos nosotros- no son modelos a seguir. La prosperidad económica, producto de sobornos, coimas y robos en la construcción de obras de infraestructura, entre otras, no puede ni debe ser considerada señal de éxito.
5. Desprecio por la naturaleza
La especie humana es la más depredadora de todas. No sólo usamos a la naturaleza para nuestro propio beneficio, sino que abusamos de ella. No tenemos en el mundo en general y en Colombia en particular, conciencia del daño que causamos al Medio Ambiente. Arrasamos con todo lo que encontramos a nuestro paso, desde ríos y quebradas, hasta ciénagas y lagunas. Cambiamos su cauce y lo acomodamos a nuestro beneficio. Derribamos ceibas antiquísimas, que nos protejan de avalanchas, para sembrar pasto y construir ranchos. Talamos miles de árboles, pero somos incapaces de sembrar uno solo. Convertimos las ciudades en hornos crematorios, donde morimos lentamente por cuenta del 'smog' y el ruido. Secamos manglares para construir hoteles y conjuntos residenciales. Acabamos con las especies en vía de extinción de forma impune. Debemos, por consiguiente, reconocer que -de seguir así- estamos cavando nuestra propia tumba y la de los jóvenes de hoy.
6. Primero yo, segundo yo y tercero yo
Aquella máxima que rige el Derecho universal, según la cual 'el interés general debe primar sobre el interés particular', es en nuestro caso letra muerta. Aquí lo que se terminó por imponer es la máxima criolla, según la cual 'el interés particular debe primar sobre el interés general'. Y así nos va. No hay Ley. Las leyes que se tramitan y se promulgan -en su mayoría- apuntan a beneficiar a quienes tienen la capacidad de hacer lobby en el Congreso para lograr su aprobación, sin importar las consecuencias que podría tener en la inmensa mayoría de la población. Y si la Ley está vigente, pues todo aquel que tenga plata para torcerle el pescuezo lo puede hacer con absoluta impunidad. Que quede claro: jamás el interés particular puede estar por encima del interés general. Algo tan simple no se aplica en Colombia.
7. La impunidad
Las cifras de impunidad en Colombia son escandalosas. Los crímenes quedan sin castigo, porque la Administración de Justicia es paquidérmica y muchas veces corrupta. Si los delitos no tienen castigo, entonces la anarquía está a la vuelta de la esquina. En Colombia pasa que muchos culpables están en las calles y muchos inocentes están en las cárceles. El mundo al revés. Si no hay castigo el mal ejemplo cunde. No todos los delitos son amnistiables, ni sujetos de tratamiento especial. Siempre debe haber una pena, sea de cualquier tipo, no necesariamente en una cárcel. Pero lo que no puede ocurrir es que quienes delinquen resulten premiados por su actuación. Así no se construye un país mejor. Todo lo contrario: así se mina la credibilidad en la Justicia y se convierte en 'Rey de burlas'.