Existió una Colombia, no tan antigua ni tan opuesta, donde los crímenes contra mujeres por motivos de género no tenían nombre ante la ley. Los perpetradores de la peor forma de violencia machista, esa sí inmemorial, lograron camuflarse durante siglos como homicidas y gozar de una impunidad normalizada a nivel social y sellado en lo legal.
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La primera vez que el feminicidio se incluyó en el Código Penal colombiano fue en diciembre de 2008, en calidad de agravante del delito de homicidio. En esa fecha, la Ley 1257 dictó 'normas de sensibilización, prevención y sanción de formas de violencia y discriminación contra las mujeres' y adicionó el numeral 11 al artículo 104 de la Ley 599 de 2000 para revestir de gravedad la conducta punible de homicidio en caso de que 'se cometiere contra una mujer por el hecho de ser mujer'.
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De esta manera, el Estado atendió por primera vez una realidad atroz que cobra cientos de vidas al año. Comenzó a volverse evidente en la legislación colombiana que, además de ser necesario, era urgente e impostergable definir una postura estatal frente a este tipo de asesinatos, que no son otra cosa que la mayor de las consecuencias de la violencia misógina.
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Pero no fue sino hasta el año 2012 que se impuso con tenacidad la idea de que el feminicidio debía convertirse en un delito independiente, con un tratamiento penal distinto al del homicidio. El crimen de Rosa Elvira Cely, cometido por Javier Velasco en mayo de ese año, motivó el proyecto de ley que finalmente dotó de gravedad, proporción y seriedad al asesinato de mujeres en el país.