Una noche sintió el peligro y trepó a la copa de un árbol de mango. Richard Álvarez o Tarzán, como lo conocen, ahora duerme ahí, encima de otras decenas de migrantes venezolanos que convirtieron la ciudad de Bucaramanga en un gran dormitorio a cielo abierto en Colombia.
Una hamaca atada a dos ramas frondosas, repisas improvisadas para organizar unas cuantas prendas de vestir y un botellón de agua componen la casa en el aire de este hombre de 35 años.
'Ha sido una experiencia nueva, dormía ahí en el parque con los venezolanos. Robaban mucho y (por) el peligro (...) me decidí a montarme en este árbol', dice a la AFP.
Álvarez reflexiona sobre su situación. 'Los únicos que duermen en los árboles son los animales', sin embargo -añade- así por lo menos alivia el calor a veces infernal de Bucaramanga, capital del departamento de Santander (noreste) con 528.000 habitantes.
Hace dos años huyó con su esposa y tres hijos de la crisis en Venezuela, donde ya no había trabajo para un carnicero como él. En Colombia intentó ganarse la vida como reciclador, pero no le alcanzó para alquilar una habitación. Su familia ya no lo acompaña.
'Están en Venezuela y no se quieren venir, porque no es fácil acá. No es fácil en Venezuela, pero es mejor guerrear allá, que venirse pa'acá a guerrear más duro, llegar de cero', dice este Tarzán urbano.
Ronal Rodríguez, analista del Observatorio de Venezuela de la colombiana Universidad del Rosario, asegura que 'la vivienda ocupa el primer lugar' entre las necesidades de los migrantes.
'El problema es que muchas de las respuestas se mantienen en la etapa de asistencia humanitaria y de urgencia (...) porque la migración se ha pensado solo en el corto plazo', precisa.
Pero desde que el éxodo se aceleró en 2015 las cifras han crecido y ya son 4,5 millones los venezolanos fuera de su país, según la ONU.