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Clara Leticia Rojas González, una mujer que alumbró en la penumbra de la selva, volvió a ver la luz el 13 de enero de 2008, cuando oyó que el pequeño Emmanuel la llamaba mamá. Ella, que a causa del largo cautiverio se perdió tres años de caricias, encontró la recompensa a su suplicio en el instante en que la envolvió el abrazo del niño que aguardaba, como todos los párvulos de las inclusas, a que una madre llegara por él.

La maternidad y las condiciones precarias en medio de las cuales parió son temas que quedaron consignados en su libro 'Cautiva' y en la intimidad de sus pensamientos, a la que solo pueden acceder las dudas de Emmanuel, en la medida que demande respuestas. De resto, Clara Rojas está convencida de que hay momentos que se quedaron en esa espesura donde puso su cara cuota de sufrimiento.

En estos días la mujer ha retomado el tema por el foro de reconciliación, por su reencuentro con Ingrid Betancourt y porque es mayo y, necesariamente, tiene que remitirse a esos instantes en que no hubo clínica, ni médicos ni enfermeras ni flores; ni un muñeco para el bebé. El obstetra fue un veterinario y la partera una guerrillera que hizo su mejor esfuerzo, sin éxito, porque Clara tuviera un parto natural.

La cesárea la practicó el hombre que, lo supo después, solo había recibido terneros; y la asistencia corrió por cuenta de una tropa de jóvenes insurgentes. La sala de partos era esa algaba infranqueable donde no se oyó música estimulante de Mozart, sino el rugido incesante de aeronaves militares; sucedió en algún lugar del Caquetá, el Vaupés o el Putumayo. Doce años después, Clara Rojas no lo tiene claro, pues la misma crudeza de la guerra hacía que a cada rato ella y sus cuidanderos se internaran más en la maraña.

Hoy, que afloran los gestos de reconciliación, la mujer confiesa que le daría un abrazo con todo el cariño a la rebelde que en las largas caminatas le cargaba a su pequeño, a la que lo alimentó los primeros días con algodones impregnados de aguapanela, a la que ayudaba a bañarlo. Quisiera volver a ver a esas jóvenes que tuvieron gestos de conmiseración y terminaron formando una servidumbre solidaria durante los primeros ocho meses de Emmanuel.

Emmanuel significa Dios está con nosotros. No podía ser otro el nombre para un bebé que nacía en las condiciones más desfavorables, donde las expectativas de sobrevivencia eran pocas para él y para una madre atacada por todos los males y las plagas de la densa selva. Si no hubiese sido por el mismo instinto maternal y por el recuerdo motivante de una parturienta de pueblo que vio en su niñez, y que casi íngrima se atendió en el alumbramiento, a Clara no le habrían quedado arrestos en medio de aquella jauría.  

Si bien la vida es un milagro, en el caso de Clara Rojas el milagro es doble, o triple. Pues el mismo Emmanuel ha sido el motor que mueve su vida, quien desde el mismo día de su liberación le sacó las cucarachas de su cabeza para apartarla de pesadillas infernales. Poco a poco se han ido reconociendo y han aprendido a ganar el tiempo que se precipitó en martirios.

En los primeros tres días en la vida del niño la preocupación de Clara Rojas era cómo alimentarlo, pues a esas alturas del secuestro su condición física estaba mermada, no producía calostro; además, en el campamento no había provisiones de leche en polvo. Ahora, la asaltan otras preocupaciones, como la de alcanzar la sabiduría que le permita seguir formando y educando a Emmanuel, un jovencito de 12 años de edad que en la medida que ha necesitado respuestas las ha obtenido. Imposible ha sido blindarlo ante tanto interés mediático.

Emmanuel ha compartido con Clara sus facetas de escritora, abogada y parlamentaria. Corrió por los sitios de la casa mientras ella escribía las páginas de Cautiva, la ha acompañado a la oficina y al recinto del Congreso; la ve por televisión, como en el día de su reencuentro. Por el niño, Clara Rojas se hizo madre, un propósito en el que pensó libre, pero que solo vio realidad en las consabidas circunstancias.

Clara Rojas, una convencida de que la paz es el camino, hoy mira los hechos en retrospectiva y dice darle diariamente las gracias a Dios por haberle permitido vivir la borrascosa historia, una historia con algunas páginas que son de exclusiva lectura de sus protagonistas, pero que halló el final esperanzador el día en que Emmanuel por primera vez la llamó mamá y le secó las lágrimas con la ternura de su abrazo.