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El 23 de diciembre de 2019, tres días después del nacimiento de Mía, mi esposo y yo la llevamos al pediatra. Fuimos los primeros en llegar al consultorio, pero rápidamente se empezó a llenar de padres con sus hijos, que esperaban el último chequeo del año.

Sentada en la sala de espera que conecta a varios consultorios, de manera torpe me acomodé la blusa para amamantar a mi hija, pues, a pesar de ser una mujer de 38 años, llevo grabada en la frente la etiqueta de madre primeriza.

Con el seno expuesto con orgullo y la pequeña boca de Mía pegada, le di la bienvenida a quienes llegaban. La primera escena que me impactó fue la de una pareja de esposos y una mujer con uniforme que cargaba en sus brazos a un bebé.

Los padres se sentaron frente a nosotros y la mujer con uniforme, que asumí era la niñera, se ubicó a mi lado con el pequeño. Desde que los vi empecé una de esas conversaciones mentales en las que se achican los ojos y se acierta con la cabeza, y pensé: esta madre dándole la potestad de su hijo a la niñera y ni siquiera tiene una blusa que le permita amamantar, seguramente no querrá afectar su cuerpo y modo de vida por darle teta.

Minutos después ingresó una mujer con uniforme sosteniendo a una bebita, ella se sentó al lado de la otra niñera y al ver la manera tan ágil, cómoda y segura como estas mujeres cargaban a los niños, empecé a hacerles preguntas. De la conversación supe que ambos bebés tenían un poco más de dos meses de nacidos y que pesaban 5 y 6 kilos, que una de ella tiene cuatro hijos adultos y la otra no es madre, pero ha ayudado a criar a sus hermanos y sobrinos. Esa información la traduje como 'estas pobres mujeres que deben dejar a sus hijos solos para cuidar a los hijos ajenos'.