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Tres marimondas hicieron desastres en San Salvador. Lo hicieron al mediodía, bajo un sol picante y una brisa fresca, mientras eran escoltadas por un grupo de millo que paraba en una que otra esquina para cumplir con un objetivo que no se podía aplazar: tomarse una cerveza helada y echar cuentos recostados en el bordillo, partidos de la risa y con los ojos ‘espepitaos’ en cada sorbo de cebada. Una conversación sabrosa –interrumpida de vez en cuando por una salsa brava de las de antes– que solo perdía brillo cuando se generaba el guayabo aquel por los tiempos anteriores.

Tras las pausas obligadas, la agrupación folclórica tocaba con todo y algunos de sus integrantes cantaban a pulmón herido –mirando al cielo–, como si tuvieran el alma desgarrada y buscaran clemencia en el altísimo por una situación que les quitó la sonrisa. Por un presente que disfrutan, pero que no es el ideal. Era lamento y alegría al mismo tiempo.

Por su parte, las coloridas y extravagantes marimondas, metidas en su cuento y adueñadas del pavimento, no se quedaban atrás y extendían la escena sacando de la monotonía a cuanto peatón desprevenido, sumido en un libreto pálido y aburrido propiciado por los odiados protocolos actuales, con los destemplados sonidos de sus ‘pea pea’.

Mientras pasaba todo lo anterior, una señora cabeza de hogar, de unos cincuenta y pico, con un tomate mal hecho en la cabeza, dejó a medias el proceso de menear la olla del sancocho con la cuchara de palo para salir rauda al balcón de su casa, en un segundo piso, y menear las caderas al compás de la tambora. Lo hacía mientras aplaudía y retaba a un vecino mucho menor que ella a que bailaran juntos. Él sonreía tímidamente, jugaba con sus manos y se las echaba a la cara producto de un mar de nervios. Ella movía su faldón viejo como si fuera una pollera. Una fina y noble coquetería amenizada por el alegre, el llamador y el guache.

La salida de la mujer propició la de los demás moradores del barrio. Como una bola de nieve. Como si fuera un llamado de sangre. Por un momento, como si se hubieran transportado a épocas más dulces, la mayoría de personas de la cuadra suspendieron lo que estaban haciendo y se dejaron llevar, como cobras guiadas por su encantador, por la música que les mueve las fibras más íntimas.

El bacán del barrio ‘explotó’ y solicitó al ‘cachaco’ de la tienda, que en realidad es de origen antioqueño, que le mandara una caja de cervezas, que no prestara atención a la plata, que eso salía de algún lado. El hombre que dormía en un parque brincó de su cama improvisada y se dedicó a aplaudir. Salió el tío y el abuelo. La madre y el hijo. El propio y el extraño. El perro y el gato. Los conductores de transporte de servicio público apoyaban con las bocinas. El vendedor de mango aprovechaba el mini barullo. El cobarde decidió cambiar de planes y dedicarle unas líneas más atrevidas a su enamorada en la esquina, al lado del puesto de fritos. La calle se convirtió en Carnaval.